Más que el narrador, el poeta o el ensayista, el diarista tiene la tentación de creer que del registro de un día puede salir algo tan valioso como un cuento, una novela, un poema o un ensayo, cuando resulta que la mayoría de los días no dan ni siquiera para que valga la pena registrarlos. ¿Pero son los días los que no ``dan'' o es el diarista? Los críticos dirán que, de entre todos los géneros literarios practicables, ciertamente el del diario es el menos susceptible de ser considerado creación, es decir, creación pura. El pique entre los creadores y los críticos de hecho no tiene fin, y en este momento no es mi interés ayudar a que la balanza se incline precisamente hacia el único lado hacia el que debe inclinarse. El asunto está, sin embargo, en si el diarista logra hacer de un día un texto no sólo literario sino de creación. La lista de diarios que son creación pura no es tan larga como uno podría querer que fuera, aunque sí lo sea la lista de los que son obras literarias. El punto está, en esta ocasión, en si son obras de creación pura. No voy a citar el puñado de diarios que recuerdo como ejemplos perfectos de este género, porque quiero hablar de un solo texto que no es un diario entero, sino únicamente una entrada de un diario que, en sí misma, independientemente de que forme parte de un todo -cosa que ignoro si lo hace o no-, tiene el valor de creación pura por sí sola. Me refiero a ``Lunes 26 de junio de 1916'', de Lytton Strachey.
En unas cuantas líneas iniciales, Strachey se hace este planteamiento, a manera de idea que presenta como inalcanzable, en el más honesto estilo de la modestia. ``¡Acercarse a la vida!'', dice, ``¡Ser capaces de verla, no a través de los ojos del poeta o el novelista, que hacen sus acomodos embellecedores o que eligen su realidad, sino sencillamente como uno de hecho la ve, cuando la vida sucede, con su minuciosidad, su multiplicidad y su intensidad, vívida y completa!''. Lograrlo, supone Strachey, podría representar algo tan maravilloso como una novela o incluso un poema, y hasta quizás más iluminador. Pero teme que conseguirlo, aun con un único día y no precisamente un día fuera de lo común, sea imposible. Por falta de capacidad. Y cómo va a ser siquiera imaginable poder enlazar la casi infinita sucesión de acontecimientos que hacen un día. En parte atribuye esa incapacidad al aturdimiento de la memoria, pero también a que lo más significativo de un día, aun de un día cualquiera, suele ser lo que uno pretende guardar como un secreto muy particular. ``Y sin embargo -finaliza-, cuánto hay que uno sí puede y tal vez hasta debe registrar, después de todo''.
Esta larga mezcla de cita y glosa no tiene una palabra de más. Podría constituir el reglamento del diarista; seguirlo, con valentía y con otra cosa, daría por resultado páginas no nada más literarias sino, como las de Strachey, de alta creación.
Si tradicionalmente el elemento para diferenciar la creación de la otra forma de expresión escrita ha sido la imaginación, a medida que más se conoce la literatura más peso pierde dicho elemento. En ``Lunes 26 de junio de 1916'' habría que redefinir el término ``imaginación'' para aplicárselo y atribuirle la característica de creación pura a esa veintena de páginas de Strachey. Es decir, el texto de Strachey es creación aun sin estar tejido con imaginación: o hay que definir de nuevo el término ``imaginación''. ¿O será que la cosa está en el tratamiento de la realidad, en algo con lo que se recoge cada hecho de un día, cada pensamiento, cada emoción, y con lo que se encadenan?
Los trozos de conversaciones y lecturas; el sondeo en los resentimientos, las dudas, los celos, los malentendidos: con hombres, con mujeres, indistintamente; los atisbos de conciencia; la lectura de una carta, el buen humor, la posibilidad de ir a una función de box para ver de cerca al boxeador de cuya fotografía en el Daily Mirror se enamoró; la intención de estudiar un Piero della Francesca que cuelga en uno de los muros de casa de campo en Gran Bretaña en la que se hospedan, en plena Primera Guerra Mundial, unos cuantos pintores, científicos, escritores no aptos para el combate, constituyen algunos de los eslabones que Strachey va a enlazar para entretejerlos con el deseo con el que amaneció ese día de desembarazarse de todo y de todos, y salir al encuentro de un joven cartero al que la víspera vio pasar por el campo en bicicleta.
Nombres como el de Dostoievski, Samuel Butler, pronunciados con la naturalidad con la que pronuncia Duncan Grant, Vanessa Bell, Maynard Keynes, H. T. J. Norton, lady Ottoline Morell, bajo el mismo techo, presentes en la realidad o en la imaginación. ¿Qué produce Strachey al recurrir a ellos por escrito, al formar con las vidas de ellos su propia vida de ese día, ese lunes 26 de junio de 1916? Vencidos los obstáculos, se aparta de todo y, desembarazado también del recuerdo de lo que lo impulsó a desembarazarse de todo, ¿qué encuentra? En pleno campo, inmerso en la naturaleza, rodeado de hierba y flores salvajes, da con la explicación del universo. ``Una explicación repentina, fácil, misteriosa de todos los enredos misteriosos, difíciles y ancestrales del mundo se apoderó de mí''. Strachey se sintió feliz. En su interior oyó el ``Alegrémonos'' de Handel y, colmado, deseó morir, ``medio enamorado de la muerte mitigante'', como dice Keats.