Septiembre de 1953. En distintos rincones de América Latina, dos jóvenes que a la vida darán sorpresas modelan su destino. El uno, preso en Cuba, ya es líder; el otro, ignoto, viaja rumbo a Guayaquil flanqueado por las plantaciones de banano de la provincia ecuatoriana de El Oro. Fidel Castro ignora que en pocos años más la historia dará con él una vuelta de campana. A Ernesto Guevara nadie le dice ``che''.
Septiembre de 1987. En Guayaquil, Ana Moreno abre las puertas de su casa. Es alta, guapa y sabe que al mirar sus manos estoy calculando su edad. Sonríe, pero anhela respuesta: ``Cincuenta largos y espléndidos''. Coqueta, frunce la nariz y se arregla un poco el cabello: ``¿Te parece? Son 68...'' En una de las manos lleva un anillo grande con una ``S'' incrustada que perteneció a su esposo, el doctor Fortunato Safadi, rector de la Universidad de Guayaquil en los años cincuenta.
En el salón Costa, café de intelectuales y artistas que estaba ubicado en la esquina de Boyacá y Avenida Nueve de Octubre, Jorge Maldonado Renella, miembro del Partido Comunista (que con los años llegaría a procurador del gobierno conservador de León Febres Cordero (1984-1988), conoció al Che y lo presentó a la familia Safadi. Ana lleva las manos a la cabeza, como quien pide memoria: ``Algo había en aquel muchacho que con otros argentinos vendía cadenitas de oro en los portales del Correo y que era médico como mi esposo, Porque Fortunato, siempre reservado, se entusiasmó con él. El Che vivía a pocos metros de casa, en una pensión modestísima del barrio Las Peñas. Desde que entablaron amistad, todos los días desayunaba con nosotros''.
Divertida, cuenta que unos tíos de ella le enviaron desde Estados Unidos unas camisas de nylon, fibra textil que revolucionaba la moda de la época. ``Lástima que sean para mujer, dije, si no te daba una''. Ernesto comentó: ``¡Qué importa! Son ideales para viajar. ¡Se lavan y secan al instante!'' Fortunato y el Che hablaban de temas que atraían su atención: política y medicina, marxismo, el mal del ``pian'' (lepra) que por entonces asolaba la provincia de Esmeraldas, y las diferencias y semejanzas entre la Revolución ecuatoriana de 1944 y la boliviana de 1952.
Los fines de semana, la familia Safadi y Ernesto, siempre con sus bombillas a cuestas (para el mate y para el asma), paseaban en tren por los pueblos aledaños: Bababoyo, Samborondón, Naranjito, Ventanas, Milagro, Yaguachi. En Milagro, el Che conoció al dirigente campesino Neptalí Pacheco León y al peluquero Antonio Ruiz Flores, candidato presidencial por el Partido Comunista. Ana evoca: ``Le gustaba caminar por las calles de Guayaquil y le conmovía la situación de los internados en el psiquiátrico donde trabajaba Fortunato. Paseaba por el malecón y solía sentarse en una banca frente al monumento que evoca el encuentro entre San Martín y Bolívar, cercano al solar donde los libertadores decidieron el futuro de América. El Che era muy irónico ¿no? ¿Qué diría si supiese que hoy se levanta allí el edificio del Chase Manhattan Bank?
``Para costear el viaje del Che a Panamá en un barco de la United Fruit, los camaradas subastaron su lapicera de graduación y una cámara de fotos. ¿Lo último que me dijo? Me dijo: `Te prometo dedicarme en cada atardecer marino a escribir a mis querencias'. Nunca lo hizo. Pero sé que nunca se olvidó de mí''.