Parece contradictorio, pero no lo es. Anoche el Presidente de la República se volvió humano y Ernesto Zedillo Ponce de León alcanzó una dimensión superior a la de cualesquiera de sus más cercanos antecesores.
Desde 1988, último año del sexenio del presidente Miguel de la Madrid, los informes presidenciales se convirtieron en centro de polémicas y protestas. Entonces recién elegido senador, Porfirio Muñoz Ledo se distinguió entre los legisladores que deseaban interpelar al presidente De la Madrid, quien en su opinión había tolerado un fraude electoral que había hecho posible la victoria de su delfín Carlos Salinas de Gortari.
Anoche, el mismo Muñoz Ledo, transformado, con menor peso, sereno y no vociferante, fue el encargado de mantener el orden en su calidad de presidente del Congreso de la Unión. No fue necesario que asumiera la función de control, pues nadie intentó interpelar al primer mandatario, ni siquiera cuando abordó los temas más difíciles, como el electoral o el económico.
A pesar de aquellas protestas de los legisladores de oposición, los informes presidenciales no perdieron su condición de ceremonias dedicadas al culto de la personalidad.
Anoche todo fue distinto. La ceremonia del Informe presidencial --el tercero de Ernesto Zedillo-- retomó su condición republicana. El primer mandatario no fue vituperado, pero tampoco entronizado.
Desaparecieron los grandes contingentes de ``acarreados'', se redujo al mínimo el equipo de seguridad en torno al jefe del Ejecutivo federal y los ciudadanos comunes, no invitados al Palacio Legislativo de San Lázaro, pudieron circular libremente por las calles aledañas.
Encabezado por primera vez en muchos años por un miembro de la oposición, el ex priísta y ahora perredista Porfirio Muñoz Ledo, el Congreso de la Unión reasumió el gobierno de su casa, que cada año le era cedido al Estado Mayor Presidencial, en aras de ofrecer ``seguridad'' al mandatario visitante.
Como un gesto simbólico, pero muy significativo, por primera vez en décadas el jefe del Estado Mayor Presidencial, el general Roberto Miranda, no estuvo anoche a espaldas del presidente Zedillo, ni su secretario particular Liébano Sáenz pudo circular libremente por el recinto. Apenas apareció fugazmente para entregarle el texto de su mensaje y, enseguida, como en el teatro, hizo mutis.
Quienes pudieron circular con libertad por todo el recinto parlamentario --no por el salón de sesiones al cual tuvieron acceso sólo los cronistas-- fueron los periodistas. Se terminó aquello de las áreas clausuradas o zonas restringidas.
El único gesto que se pudiera considerar como desacato --al recinto o a toda la concurrencia-- fueron los sombreros que mantuvieron sobre sus cabezas tres nuevos diputados. Dos de ellos fueron únicamente identificados como representantes de pueblos indígenas y por tanto ajenos a las costumbres citadinas. El tercero fue el dirigente barzonista Maximiano Barbosa, cuyo lujoso tejano contrastaba con los sombreros de palma de los otros supuestos legisladores.
Por último, cabe apuntar que todo parecía igual, aunque en el fondo resultara radicalmente distinto. Los grupos parlamentarios ocuparon los sitios de costumbre. Los líderes de las fracciones del PRI en la Cámara de Diputados, Arturo Núñez Jiménez, y en el Senado, Genovevo Figueroa Zamudio, se ubicaron lado a lado.
En apariencia, lo mismo de siempre, pero el equilibrio de las fuerzas políticas cambió. Allí estaba, al centro del presídium, el presidente camaral Porfirio Muñoz Ledo para dar testimonio de ello.