Ayer, en el Congreso de la Unión, cristalizó en hábitos y prácticas republicanas el anhelo de vida democrática por el que han pugnado tantas generaciones de mexicanos. El empeño por una institucionalidad incluyente, plural, deliberante, con separación de poderes, abierta al escrutinio de la sociedad y representativa de ella, recorre, en efecto, la historia mexicana. Su germen está en Los sentimientos de la Nación y en el ideario de los liberales del siglo pasado; dio sustento a la revolución maderista y a la Convención de Aguascalientes; animó las incontables gestas cívicas -municipales, estatales y federales- por el respeto al sufragio a lo largo de este siglo; transitó por huelgas, revueltas campesinas y movimientos estudiantiles; impulsó a la organización independiente de crecientes sectores de la población y permeó a los medios informativos; alentó la construcción de partidos y frentes; empujó reformas legales e indujo empeños negociadores en el seno de la clase política; fue recuperado por la voz anónima y multitudinaria de los indígenas rebeldes de Chiapas y por el voto ciudadano del pasado 6 de julio.
Muchos fueron los muertos, muchas las trayectorias personales destruidas, muchos los desencuentros, las frustraciones y los momentos de incertidumbre que ha debido pagar el país para llegar a esta sesión del Congreso en la que, por primera vez, la presentación del Informe de Gobierno del titular del Ejecutivo fue un diálogo entre poderes y no un monólogo presidencialista.
Valga este brevísimo recuento para ponderar el valor de lo ocurrido ayer en el Palacio Legislativo de San Lázaro como símbolo de una nueva era de nuestra vida política, como la puerta de entrada a la estabilidad republicana y la normalidad democrática.
Hemos asistido a la expresión de discursos ciertamente contrastados y divergentes en muchos puntos -las intervenciones de los coordinadores de las cinco fracciones parlamentarias, el informe del presidente Ernesto Zedillo y la respuesta del presidente de la Mesa Directiva de la Cámara de Diputados, Porfirio Muñoz Ledo-, pero animados todos por el afán de ubicar los grandes problemas nacionales en una actitud propositiva y por la conciencia de que las soluciones sólo pueden ser fruto del consenso.
De ahora en adelante, la Nación podrá ver con normalidad la interacción entre dos lógicas inevitablemente distintas -la presidencial y la legislativa- sin que ello implique choque, parálisis, crisis institucional o ingobernabilidad, sino el enriquecimiento de las propuestas en la diversidad y la discusión, pasos necesarios para forjar verdaderos acuerdos nacionales que permitan, a su vez, efrentar con éxito los temas que agobian al país: persistencia de la miseria y la marginación, necesidad de reconciliación y paz digna en Chiapas, corrupción, violencia y delincuencia, acosos externos, falta de correspondencia entre los indicadores macroeconómicos y los bolsillos ciudadanos.
Por esta convergencia positiva de todos los actores del espectro político nacional en una ceremonia plena de sentido republicano y democrático ha de felicitarse a la 57 Legislatura y a los partidos representados en ella, al presidente Ernesto Zedillo, a la clase política en general y, desde luego, a la ciudadanía.