Pedro Miguel
El fin de las princesas

Era el juego de la seducción, pero llevado al terreno de masas. Mientras más se escondía más cotizadas eran las fotos de besos furtivos o de pechos al aire en una playa supuestamente privada. Dosificar la intimidad equivalía a incrementar su precio; denegarla del todo a las cámaras implicaba desaparecer de la escena; dejar de preocuparse por el asunto y dejarse fotografiar por quien quisiera hacerlo habría llevado al hartazgo rápido y a la pérdida de interés por parte del público, ese público de la Europa futura tan difícil de satisfacer y ante el cual hay que estar haciendo delicados equilibrios: menos fotos con niños tullidos, por favor, y un poco más de escenas que permitan imaginar cama y jadeos, ¡ah!, y bien por esos diamantes de medio millón cuyo brillo estuvo a punto de sobresaturar la toma.

En esas peticiones implícitas del mercado se fundamenta en nuestros días la función social de las princesas y de los príncipes, familias reales, cortesanas y cortesanos y antorchas vivientes de la industria del espectáculo que se consumen un poquitín más rápido de lo que habrían querido. El tiempo ha ido trastocando lentamente el sitio de la realeza hasta depositarla en el banquillo de los bufones y comediantes. Los palacios y castillos con toda su nómina, que tan cara les sale a los contribuyentes ingleses --o suecos, o daneses, o españoles--, no tienen hoy más propósito que el de divertir al pueblo: en la evolución de los géneros, los cuentos de hadas se han convertido en telenovelas y reality shows para los cuales es necesario fabricar personajes. El Respetable necesita depositarios reales para sus sueños y sus pesadillas, para su lascivia y su nostalgia, para sus valores morales y hasta para demostrar la validez de sus moralejas.

Diana Spencer no entendía tales reglas --o jugaba a no entenderlas-- y ese papel le valió dividendos formidables, hasta el punto de convertirse en la niña mimada de la opinión pública de su país. Parecía estar realmente empeñada en defender su privacía y ese empeño multiplicaba el valor de cada gráfica lograda a su pesar. Construía las revelaciones de alcoba real con precisión y lograba ponerlas en el centro del interés social, para luego exigir que la dejaran disfrutar en paz sus noches de diez mil dólares con el yuppie en turno.

Ahora, sobre los hierros humeantes de un Mercedes Benz que se depreció en forma brusca, los cazadores de privacidades fueron más allá de lo permitido y abrieron sus obturadores para capturar la agonía de la diva. Después de especular cuidadosamente con su vida íntima, Lady Di le regaló al pueblo el más privado de sus momentos: el de su muerte. Profundamente conmovidos, y agradecidos, los ingleses decidieron que ya era tiempo de que Diana Spencer descansara en paz, y con una indignación moral harto comprensible, optaron por cerrar los ojos ante las fotos de su princesa despedazada.