En el último número de la famosa revista inglesa The Economist, el tema central es presentado así: ``El inquietante fracaso de la economía''. Un título que, por cierto, no corresponde al contenido del artículo central, donde en lugar de describir inquietantes fracasos se retrata el estado actual de la reflexión económica como casi inmejorable. La conservadora revista inglesa sólo siente la necesidad de señalar la distancia que a veces separa la reflexión contemporánea de ese arquetipo de cientificidad y virtud moral representado, en su visión, por la ``Riqueza de las Naciones'' de Adam Smith.
En un ejercicio sofista de bajos vuelos, el anónimo autor (señalemos entre paréntesis que, en el anonimato de sus artículos, la revista inglesa tiene un curioso parecido con un estilo cátaro-bolchevique en el cual el individuo desaparece debajo de la causa colectiva) escribe: ``...el mercado es una maravilla. Pocos, preciosos, manuales de la actualidad ni siquiera intentan guiar sus lectores hacia una inspiración de este tipo. Al menos implícitamente, el mensaje es demasiado a menudo el contrario: los mercados no son perfectos y el gobierno puede serlo''. Y uno se pregunta qué demonios tiene que ver el reconocimiento de que los mercados no representan una especie de ordo naturae, con la afirmación de que los gobiernos puedan alcanzar el estatuto de la perfección. ¿Es necesario que quien tenga dudas sobre la primera afirmación apoye necesariamente la segunda? Evidentemente sí en la lógica estrecha de The Economist y de un pensamiento conservador que detrás de cada crítica al mercado sospecha un planificador bolchevique embozado.
Pero, no obstante esta mezcla de banalidad y pedantería, que The Economist encarna a veces de manera inmejorable, la pregunta inicial del artículo mencionado es relevante: ``¿Si el mundo estuviera gobernado por los economistas sería un mejor lugar?''. Ahora bien, siendo que los economistas son la encarnación, en la cultura contemporánea, de la conciencia de lo posible (y, por eso mismo, única barrera autonombrada contra las ensoñaciones de una voluntad de cambio a veces calenturienta), entregar a ellos el gobierno de las cosas humanas parecería lo más sensato. Más o menos como a Platón parecía sabia medida entregar el gobierno a los filósofos.
Las intransigentes pasiones de omnipotencia de los filósofos en el poder son demasiado conocidas para discutir aquí del tema. Algún día, tal vez, alguien se encargará de estudiar ese otro género de disparates, obviamente más reciente, que vienen de los economistas en el poder. Aunque no estaría mal reconocer que ninguna disciplina científica pone al reparo de las pifias en las tareas de gobierno. Y sin embargo ¿cómo dejar de considerar que los filósofos (hace algunos miles de años) y los economistas (hoy) son categorías de alto riesgo social debido a las seguridades totales que sus disciplinas tienden a alimentar?
Creyéndose una ciencia constructora de verdades eternas (más o menos como la biología o la física), la Economía ha perdido esa especie de freno inhibitorio a las afirmaciones religioso-normativas --al estilo de Pitágoras, para entendernos-- representado por la historia y sus cambiantes equilibrios entre formas, condiciones, voluntades y necesidades. Perder la Historia ha significado convertir a la Microeconomía en una especie de paradigma psicológico tan universal como eterno. Con un beneficio más que dudoso para la comprensión del mundo. Y ni hablar de la intervención en sus asuntos cotidianos.