Marco Rascón
La respuesta y el Informe

No fue momento de ponerse máscaras, sino de quitarlas. Si hace un año un diputado compartió los abucheos que le correspondían al Presidente por su mensaje amenazante, el día de ayer Porfirio Muñoz Ledo le arrebató los aplausos del Congreso y del país al mandatario, en un acto que se consideraba de reafirmación del poder absoluto del Presidente. El voto del 6 de julio nos hizo a todos los mexicanos testigos de este momento imperfecto aún, pero determinante en el futuro de México.

El presidente Zedillo se equivocó nuevamente en el tono y la fuerza del mensaje, al no valorar que no sólo el Congreso, sino la sociedad mexicana había cambiado, y que por ello su tarea no era defender la persistencia de la política neoliberal, sino integrar al país reconociendo que el sentido del voto del 6 de julio no sólo fue un cambio de hombres, sino también de rumbo.

El Informe presidencial hace años estaba agotado en su pasada forma, en la medida de que la extensiva convocatoria a ser visto y escuchado no correspondía a lo que se decía de interés para la mayoría de los mexicanos. El Presidente se fue convirtiendo en su propia víctima al tener para sí y su partido la exclusividad de la voz y de los argumentos contra las críticas. El doctor Zedillo ayer navegó por las mismas palabras, los mismos argumentos, la misma estructura discursiva que Muñoz Ledo caracterizó como obcecación e inflexibilidad ante otros llamados y críticas.

Con esas mismas palabras, el Presidente anunció, con pesimismo sincero, 20 años, por lo menos, de recuperación de la mitad de los ingresos para los trabajadores si se cumplen las metas de crecer al 5 por ciento del PIB, mantener la inflación en un dígito y seguir vendiendo el país en una apertura indiscriminada a la Unión Europea, los tigres asiáticos y Norteamérica.

Sobre el formato, efectivamente no pasó desapercibido que el jefe del Estado Mayor Presidencial, general Miranda, no estuviera a sus espaldas cuidándolo de los representantes populares, y que ahora el acto fuera un acto de los legisladores, en la casa del Congreso y el Presidente un invitado. El doctor Zedillo, pese a esos esfuerzos, no confió en la inteligencia del pueblo de México que le demandaba un mensaje político sobre la profundidad y magnitud de los cambios que el país pacientemente reclama y espera, y no la vieja estructura formal de un discurso enumerativo sobre las reformas hechas y que pretendió abrogarse como autor exclusivo; la venta del país en una oscura justificación de la soberanía; la seguridad pública; la importancia del narcotráfico y la corrupción; una política social sin referentes con respecto a la política salarial de maestros, médicos, obreros, trabajadores al servicio del Estado; una política agraria tan retórica como en el populismo y el estatismo, pero sin convicción ni fuerza, y la amenaza de convertir el neoliberalismo en una política de Estado y no sólo de gobierno, quizás bajo la inspiración de la máxima del año pasado de aplicar ``toda la fuerza del Estado'', pero ahora en materia económica.

Ante los numerosos vacíos, Porfirio Muñoz Ledo tuvo que recordar Chiapas y la guerra; metió desde la selva al zapatismo en una de las definiciones centrales sobre la democracia y la reivindicación de ese momento, al definir que la tarea del gobernante es el mandar obedeciendo, un reclamo de millones de excluidos y marginados de la economía, del poder y de las decisiones. Muñoz Ledo hizo del ``mandar obedeciendo'' una consigna de poder popular.

El PRI vive las consecuencias de los acuerdos de la XVII Asamblea Nacional. De su táctica y estrategia aprobada que los llevó a la debacle y que al final sólo pidieron como última condición mezquina que ``Porfirio no nos tome la protesta'', se explicarían ahora las causas de por qué no pueden aclararse los crímenes de Colosio y Ruiz Massieu; de por qué sus campañas se llenaron de insultos y calumnias; de por qué no asimilaron la derrota del 6 de julio y la nueva realidad del país y de por qué condujeron, no sólo al Congreso, sino también al presidencialismo a este feliz momento de ruptura.

Qué diferencia de hace un año, cuando los invitados especiales, los dueños del Congreso, no sólo eran los priístas, sino además Diego Fernández de Cevallos y Carlos Castillo Peraza; Roque Villanueva y su poder sobre los coordinadores parlamentarios sumisos y dóciles. Hoy le tocó a la estructura del Estado tener que asimilar el cambio que ya existe en la sociedad y que el Presidente de la República y los priístas deben asimilar.

Sin restar importancia a nadie de los que hicieron posible este momento de equilibrio republicano en el país, es justo reconocer la persistencia de los que formaron la Corriente Democrática de 1987, pues hoy Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo e Ifigenia Martínez son los artífices centrales de la transición mexicana, y ahora cada uno desde su circunstancia lo ha demostrado.