Arnoldo Kraus
Cotidianidad

Hace pocos días los medios informativos mostraron las fotos de demasiados cadáveres argelinos. La crueldad y la sinrazón del acto revivió y removió en mi memoria el video que mostraba la carnicería de Aguas Blancas. Si no fuese por el precario desfogue --no hablo de esperanza ni de curación-- que otorga la letra, parecería inútil escribir. Incluso, podría pensarse que la asociación de ambas masacres es ociosa e inadecuada. Hay, sin embargo, puntos de comunión que minimizan las objeciones.

Ni la distancia ni ``las razones'' de las masacres ni las idiosincrasias disímbolas, ni el número ``o tipo'' de muertos, ni la diferencia entre las razas son argumentos suficientes. En ambos casos, la barbarie y la intolerancia son idénticas. Los miles de kilómetros que median entre Guerrero y la barriada de Rais son cortos: los muertos son los mismos y la historia no es diferente. Huelga decir que entre Argelia y Aguas Blancas quedan las cárceles venezolanas, los campos de concentración en Sarajevo, las hambrunas en Ruanda y Corea del Norte y otros innumerables horrores cotidianos. Inexorablemente, la cotidianidad de estos sucesos ha hecho que el horror ya no sea sorpresa sino costumbre. Y la ausencia de sorpresa ha ahuyentado el movimiento, la posibilidad de cambio. ¿Cuántos en Europa se estremecieron ante la carnicería de los campesinos mexicanos? ¿Quiénes en las calles de Latinoamérica entienden que el fundamentalismo argelino o iraní es distante pero no lejano, ajeno pero a la vez coterráneo?

Las cicatrices de los asesinatos en masa llenarán muchos renglones de los índices cuando se compendie la historia del siglo XX. Poco importa que las centurias previas hayan sido también testigos de otras masacres, e inútil disculparse ante la infinita amnesia histórica de nuestra especie; finalmente, la amnesia somos nosotros. Es por eso vital asumir que los errores políticos son universales y que todo individuo que tiene el don de la palabra y de la voz, es por definición, un ser no sólo político, sino obligado. A la vez, a diferencia de los errores de otras disciplinas científicas, los tropiezos en la gobernabilidad producen en el orbe heridas inmensas, y con frecuencia incurables. Esta última reflexión subraya el compromiso y la obligación de todo ser libre. ¿Qué tan distante es la carnicería argelina?

El terror de los indefensos finalizó bajo el hacha o la bala de esa orgía que entremezcla sinrazón, opresión infinita y fundamentalismo. En cambio, el miedo, el sepulcro silencioso de los testigos vivos, de quienes permanecemos vivos, es larguísimo. Ese es el verdadero terror. El que revela ante nuestros ojos ajenos las hileras de cadáveres ordenados, cubiertos por mantas, identificados, ennumerados, nombrados, en regla, clasificados, pero finalmente muertos. Ese es el horror: el que debe quedarse dentro de nosotros. El miedo que debe transformar el pasmo en respuesta y acción. Como muestra y conciencia de nuestra falibilidad e ineficacia para contrarrestar las garras de los fundamentalismos.

Antonio Gramsci, uno de los fundadores del Partido Comunista Italiano, pasó los últimos once años de su corta vida --murió cuando tenía 46-- en la cárcel. En una de sus Cartas de la cárcel habla de ``pesimismo de la razón y optimismo de la voluntad''. La salud del ideólogo italiano se agotó tras las rejas, pero no así la certidumbre de que la voluntad --yo agrego el deseo-- debería ser arma suficiente para sembrar mejores tiempos. El horror de los asesinatos en masa por causas ideológicas es uno de los terrores de nuestros tiempos. Cotidianidad y culpa que no terminan porque carecemos de voluntad.