Rodrigo Morales M.
Nueva frecuencia parlamentaria
Contra casi todos los pronósticos ominosos que ubicaban la ceremonia del Informe como la máxima expresión de la liturgia de la confrontación, el III Informe se pudo llevar a cabo dando lecciones de equilibrio y ecuanimidad. En las horas anteriores al Informe se estuvo cerca del abismo constitucional, y aun la forma como se resolvió la crisis no daba elementos para el optimismo. Las especulaciones ganaban y los momios apostaban a la descompostura. Por fortuna perdieron. En el Informe todos reconocieron nuevas formas y jugaron el rol que tenían que jugar.
Haber abandonado el formato de los gritos, las pancartas y las interpelaciones frustradas es un activo que debemos valorar. No porque la ausencia de expresiones de protesta implique mimetismo o acuerdos, sino simplemente porque con gestos respetuosos se subraya el hecho de que existen espacios civilizados para dirimir las diferencias, y de que esos espacios son valorados por todos los que los ocupan. De manera natural también se conjuró la amenaza de que la respuesta de un líder opositor tendría que ser estruendosa.
Lo que ocurrió fue que el mensaje presidencial y la respuesta del Legislativo, sin renunciar a sus diferencias, pudieron ubicar éstas en un plano respetuoso e institucional. Y también mostrar voluntad de encuentro. No hubo show, la democracia no es eso; hubo, sí, un acto republicano, por fortuna anticlimático para quienes querían ver correr la sangre o deleitarse con el escándalo.
Pero si las formas acreditaron un avance muy importante, que abre la posibilidad de ejercer el nuevo equilibrio de poderes alejado de la gritería, el fondo de los mensajes da también materia para el optimismo. Del lado presidencial lo que se propuso, más allá del recuento de la obra de gobierno, fue una lectura de las negociaciones que podría rezar de la siguiente manera: hagamos de las políticas gubernamentales políticas de Estado; y así como el país avanzó hasta llevar la política electoral al rango de asunto de Estado, que se haga lo mismo con los compromisos de crecimiento.
Otorgarle a la política económica el rango de política de Estado tiene la doble virtud de volver más corresponsables a los actores al acrecentar los consensos, y darle una continuidad a las políticas públicas, hasta hoy desconocida. Por supuesto que esta operación supone una adecuación de las posturas y actitudes de todos los actores; hoy no resulta sencillo de imaginar un compromiso nacional en materia económica, pero lo destacable es que se nos haya emplazado a imaginarlo. En el camino pueden suceder muchas cosas, pero si las políticas públicas no empiezan a ser razonadas como políticas de Estado, ciertamente no habremos acompañado las transformaciones democráticas con diseños más responsables del quehacer público.
Del lado del Legislativo, Muñoz Ledo consiguió situar una agenda mínima para el periodo, y una lectura de los deberes del Legislativo que acreditaron voluntad de diálogo. No hubo ultimátum ni amenazas, fue una respuesta republicana, acorde con los nuevos tiempos. Finalmente el Informe es destacable no sólo porque mostró las posibilidades civilizatorias de la convivencia política, sino porque trazó, haciéndose cargo de todas las complejidades, la agenda de la transición. Pensar en políticas de Estado es el nuevo reto de todos los actores políticos. Ojalá todos nos sintonicemos en esa frecuencia.