Rolando Cordera Campos
High noon en el Informe
El Informe se leyó como lo marca la Constitución, pero el Congreso fue presidido por Muñoz Ledo y no pasó mayor cosa. Muchos dirán ahora que la normalidad, la de antes vinculada al presidencialismo, o la nueva, que se asocia a la democracia del 6 de julio, volvió por sus fueros. Están equivocados, más todavía que los estrategas priístas que jugaron al tú por tú con la oposición sin tener con qué.
De apuesta en apuesta, casi a la hora señalada se llegó a una negociación al borde del abismo, sobre asuntos contingentes y previsibles, es decir, no de última sino de primera instancia. Puede alegarse una y otra vez que la pretensión opositora de demoler el formato del Informe nos ponía en la ilegalidad flagrante y que ello era inadmisible, pero la manera de evitarlo fue truculenta, desaseada y no pudo sino derivar en un desgaste innecesario de la nueva política que no puede sino desplegarse en las cámaras del Congreso de la Unión.
Sólo la proverbial morosidad autoritaria del pasado pudo haber dejado para después, sin fecha alguna, la necesaria reforma del gobierno congresal y la erección de dispositivos institucionales ágiles, aunque fuesen provisionales, que evitaran los despropósitos del pasado fin de semana. No es sostenible de modo razonable que ``para éso se votó el 6 de julio'', como tampoco lo es que concretar la nueva correlación de fuerzas en San Lázaro podía esperar a que los priístas acomodaran su propio desbarajuste interno.
La ironía cruel de esta hora es que sea Arturo Núñez, en su calidad de líder de la mayoría en la Cámara de Diputados, el que haga el recuento de las incongruencias más evidentes de la legislación que regula la vida interna de la Cámara. Justicia poco poética, pero justicia al fin.
Nadie, sino la mayoría priísta y su gobierno, impidió en el pasado que tal legislación se reformase. Ahora, pero sobre todo la mayoría actual, acotada como está por los votos y sus resultados en curules, todos hemos de lamentarlo, no sólo por lo que ocurrió sino por lo que viene y demanda un pronto arreglo que vaya más allá de la negociación puntual, basada además en la ilusión de que sin mayor trámite la oposición impetuosa se quedará sin cemento. Esto habrá que verlo y el gobierno y su partido tendrían que prever que no ocurran tan pronto como lo desean: ahí sí que mostrarían su gana de ser pródigos en la ética de la responsabilidad de que tanto se habla hoy, en uno y otro establo.
Es cierto que la pluralidad lograda el pasado 6 de julio tuvo una prueba de fuego este fin de semana, pero lo que sobresalió no fue la fuerza muñequera del ``sistema'', del secretario de Gobernación o del Presidente, sino la enorme deficiencia institucional que caracteriza al gobierno y la vida toda del Congreso. Esta fragilidad se extiende sin más a las relaciones sustantivas entre Congreso y Ejecutivo, y la viviremos de inmediato en los escarceos previos y en la cocina mayor de la aprobación presupuestal.
El Presidente convocó a forjar una política de Estado para el crecimiento y la justicia social. Habló también de la necesidad de contar con una visión de largo plazo. Debemos suponer que se trata de un compromiso presidencial basado en una convicción de que ello es necesario y conveniente, además de posible. Que no depende sólo del modo como lo tomen los interlocutores directos e indirectos de la invitación, sino de la energía que el gobierno, el Presidente y sus colaboradores, inviertan en su logro. Debemos suponer, en fin, que se trata de una iniciativa política y no de un ``a ver qué sale'', del que tanto gustan algunos fans del mercado y su magia.
Una política económica difícilmente puede ser ``de Estado''. Las contingencias que enfrenta día con día obligan a un manejo diestro y flexible y, al final, determinan una responsabilidad política precisa que no puede sino recaer en el gobierno y el partido gobernante. Pero el Presidente parece pensar en otra cosa.
A lo que urge Zedillo, podríamos sugerir a riesgo de un exceso exegético, es a asumir con claridad los términos básicos y las restricciones que de ellos se derivan, de la nueva estructura económica que ha emergido después de tanto y tan costoso ajuste y que, según su visión, está ahora en condiciones de producir un crecimiento promisorio. A volver consenso la aceptación de unas reglas del juego que mal que bien todos dicen haber hecho suyas. De ahí su referencia a los acuerdos sobre el proceso electoral democratizador.
Si nos ponemos de acuerdo en lo fundamental, parece sugerir el Presidente, en los límites que determina una economía abierta y de mercado como la que ha emergido en estos duros lustros del cambio estructural, se puede no sólo acometer la aventura mayor de un crecimiento con justicia y democracia, sino entonces sí poner a discusión y prueba la gestión económica cotidiana. Esta, no sobra repetirlo, tiene que ver con mezclas de instrumentos, con coeficientes que pueden variar según la circunstancia, con cargas impositivas y salariales que también pueden ser modificadas sin poner en riesgo la congruencia básica de la estrategia o, si así se quiere llamarle todavía, del modelo.
Importante ejercicio al que convoca y se compromete Zedillo, y con él su gobierno entero. Habrá que hablar de objetivos y su viabilidad. Así como de los criterios a usar para evaluarlos, pero también de instrumentos y medios que no pueden usarse a discreción e impunemente.
Es claro que una convocatoria como la comentada encara desde ya, desde ayer, un doble y mayor riesgo: de una parte, el del uso libérrimo y dispendioso de los términos usados (política de Estado, crecimiento y visión de largo plazo, justicia social), hasta que pierdan todo significado y sustancia política; y, por otro lado, el del abuso de la analogía y la derivación, que nos lleve a una agenda tan larga y densa que impida del todo decidir lo que puede y debe decidirse. En ambas cosas hay demasiada e indeseada experiencia acumulada, como para dejarlas de lado.
Después de los avatares de este tercer Informe, debe ser tentador imaginar que con su discurso el Presidente puso la bola en la cancha de los partidos y sus diputados y senadores. Pero la tarea planteada y el déficit institucional y político detectados son de tal magnitud, que es obligado admitir que todo sigue en la media cancha y que nadie puede ahora pedir time.