En las elecciones del 6 de julio de 1930 para el Congreso federal ni un solo candidato de oposición ganó una curul. A partir de la fundación del PNR (luego PRM y PRI) se mantuvo la política del carro completo, hasta que, por primera vez, en 1997, el partido oficial perdió la mayoría en la Cámara de Diputados. Fueron 67 años de aplastante mayoría oficial en favor del Presidente de la República y para apoyar (valga el eufemismo) sus políticas e iniciativas de ley.
Antes, cabe recordarlo, las únicas elecciones propiamente competitivas eran las de diputados. Sin embargo, en 1922, el presidente Obregón tuvo un problema en la Cámara de Diputados: la fracción parlamentaria con mayoría relativa era carrancista (del Partido Liberal Constitucionalista) y quería restar fuerza al presidencialismo. Contra esa fracción Obregón formó con las otras fracciones de diputados un frente común en favor del presidencialismo, y se salió con la suya. Fue el antecedente de la supremacía avasalladora del Ejecutivo sobre el Legislativo.
Después del 6 de julio de 1997 la correlación de fuerzas cambió, y las fracciones opositoras se unieron en contra de la fracción priísta, pero ésta no supo reaccionar adecuadamente y se enredó en su propia soberbia de poder, sin querer asumir que éste ya había menguado y que quizá está en una crisis irreversible.
En este marco, lo que está en juego ahora es, en primer lugar, la reivindicación del Poder Legislativo (por ahora de la Cámara de Diputados), lo cual supone un contrapeso importante al presidencialismo en diversas materias que podrían incluir el modelo económico y social del neoliberalismo defendido por Zedillo. Pero el presidente Zedillo, a diferencia de Obregón, tiene la correlación de fuerzas partidarias en su contra, y no supo (él o sus operadores políticos) cómo maniobrar para que la primera iniciativa opositora en su contra fracasara. Me refiero al formato del Informe de gobierno y a la primera mesa directiva en la cámara baja.
Tanto los diputados como los senadores priístas se pusieron en ridículo declarando ilegal lo que fue legal y cayendo, ellos sí, en la ilegalidad en una toma de protesta plena de irregularidades y con triquiñuelas tales como declarar quórum cuando no lo había, sumando la presencia legal de los diputados opositores (del sábado), a la ilegal reunión de ciudadanos priístas (del domingo), como si se hubiera tratado de una misma reunión en dos tiempos.
La soberbia del poder (tanto del Ejecutivo como de los senadores y diputados priístas) puso al país a un paso de una crisis política de gran envergadura. Se resolvió favorable y constitucionalmente (aunque con irregularidades), pero los priístas (que por varias horas del sábado fueron paseados en autobuses de lujo por el centro del Distrito Federal esperando que la oposición no lograra quórum, para entonces sí asistir a San Lázaro y avasallar), están muy molestos por haber sido obligados a hacer el ridículo y a llegar el domingo con la cola entre las patas. (De paso, son muchos los priístas que quieren saber de quién fue la decisión de la segunda convocatoria --ilegal-- de la Comisión de Instalación de la LVII legislatura). La condición que pusieron para poder levantar la cabeza a la vez que la mano (al protestar), fue que Muñoz Ledo no les tomara la protesta. Pequeña concesión también otorgada.
De estos episodios se ha querido decir que el presidente Zedillo salió fortalecido. Mi opinión no coincide. Su informe fue parcial y plano, y reiteró lo que todos sabemos: que la mayoría de la población seguirá pobre por muchos años, aunque quizá con educación y salud mejores que ahora. En contraste, Muñoz Ledo elaboró un discurso republicano, como no se oía en la Cámara desde hace muchos años, y puso el énfasis en varios de los importantes puntos que Zedillo omitió, quizá porque en la soberbia del poder todavía no se aprende a escuchar ni a rectificar.