La temporada temática de la Compañía Nacional de Teatro, que tiene como eje la figura de don Juan Tenorio, se inicia con este Burlador de Tirso en el que Héctor Mendoza prosigue su reflexion dramática acerca de la actuación, que ha ido perfilando en muchas obras a lo largo de los años, pero que ahora sistematiza a partir de Creator principium. Es bien sabido que ante los múltiples reclamos hechos por personas e instituciones a Mendoza para que elaborara un texto con sus propias teorías sobre la actuación, el maestro, dramaturgo y director ha preferido darlas a conocer a través de obras dramáticas que él mismo escenifica y que en apariencia tienen como punto de unión a un mismo personaje. En efecto, en El burlador... reaparece Raúl, el maestro y director, también encarnado por Luis Rábago, que puede o no ser el alter ego del autor y al que vemos ensayar El burlador de Sevilla de Tirso de Molina con otros actores además de Felipe, Lorenzo, Emilin y Arturo, presentes en la obra anterior.
En esta nueva escenificación, Héctor Mendoza profundiza y detalla su concepción del actor como creador del personaje, partiendo de muchos puntos que hará coincidir finalmente. Por un lado, Raúl -o su asistente Mauricio- explican a sus actores lo fundamental para encarnar al personaje, pivote de esta segunda lección dramatizada. Marca las diferencias entre papel y personaje, monólogo y soliloquio, actor creativo y de oficio, a partir de una discusión en la que se parte de que, dado que ya todo está creado, la única manera que tiene el ser humano para crear algo es interpretar lo que está allí, lo anteriormente dado. En el teatro, el autor creará un papel, mientras que el actor lo interpretará, es decir, creará al personaje.
La premisa vista así es simple, pero pronto se complica. Para interpretar al personaje es necesario interpretar la historia que el texto dramático narra. Raúl expone una idea tomada de Shaw, la de que don Juan es el enemigo de Dios, y de allí parte su concepción del personaje en tres etapas -un don Juan que se presenta primero como inicial rebelde a las leyes humanas y divinas, luego se afinca en su rebeldía y finalmente busca su propia condenación, porque sólo en Dios encuentra un enemigo a su medida-, y para ello utilizará a tres actores para encarnarlos, diluyendo así su ser individual para elevarlo a la altura de símbolo. Raúl va mucho más allá y Mendoza tiene el cuidado de poner en su boca que ha hecho una adaptación, la que le sirve para hacer que Catalinón sea el mismo demonio que induce a don Juan a acometer sus malas acciones con el expediente de rogarle que no las haga (y con esta maliciosa interpretación Héctor Mendoza se burla de las admoniciones moralistas); la mayor prueba del carácter demoniaco de Catalinón es la más alterada de las citas de Tirso, la escena del naufragio, en la que Tisbea ya no verá lo sucedido a muy poca distancia.
Esta idea de cambiar el carácter preconcebido de los personajes es mucho más que un juego: es el sentido mismo de la interpretación llevado a sus últimas consecuencias, sobre todo en el caso de Lorenzo -el excelente Hernán Mendoza-, que tendrá que encarar a Catalinón con un matiz muy diferente al del criado moralizador. Sirve, también, para los supuestos ejercicios de improvisación finales que recuerdan en mucho, aunque con un contenido conceptual muy diferente, al sueño de Tanner en Hombre y superhombre de Bernard Shaw. En ambos casos, tras la muerte de don Juan, éste -o éstos, porque en los ejercicios de improvisación se rotan los tres actores-, discute con el demonio, ante chuscas intervenciones muy fuera de tono de la estatua del Comendador y la silente presencia de doña Ana.
Los actores, que interpretan a otros actores que interpretan los personajes de la obra de Tirso, han de matizar a unos y otros, diferenciándolos bien, lo que no es cosa fácil. Cabría destacar a Luis Rábago, Hernán Mendoza, Ricardo Blume, Fernando Escalona; a los tres don Juan, Esteban Soberanes, Roberto Soto y Fernando Jaramillo; a las tres actrices, Georgina Tábora, Dora Cordero y Laura Padilla. En realidad, a todo el elenco, que muestra su disposición en uno de los cometidos más complejos a que se pueda someter a un actor y que demuestran en carne propia las teorías de su maestro. Habría que añadir la música de Rodrígo Mendoza y el vestuario, un poco uniformador, un tanto intemporal, de Sara Salomón, así como la iluminación de Angel Ancona que completan el montaje de la segunda lección dramatizada que nos ofrece el maestro Héctor Mendoza.