¿A poco ésa era la que...? Cualquier cosa imaginaba Raymundo Mendoza, menos esto. La que yergue su tronco y gira en redondo, la de la falda roja, la que muestra sus manos chorreantes, agita los hombros y sigue cantando su danzón indiano:
Mira se quema, se quema, mamá
Mira se quema, se quema, oye
La que sonríe con un collar de perlas entre los labios, la mujer que obsesiona sordamente a Jacinto y al ciego de don Chío.
Sabía que esta tierra es de indios, y de vaqueros jijos; hasta ahora Ray no había divisado a nadie de esa apariencia. Mas que en este paréntesis del espacio, el oasis en el margen del margen. Carmela caminó hacia los recién venidos y los recibió como a sus hijos.
Al presentarse con Raymundo lo mira con tales intensidad e intención que lo deja nervioso, pero también le da tiempo de mirarla. Es alta, más que él, y que Jacinto, claro. Imposible calcularle la edad, pero de menos se las dobla a Jacinto y a su cuate. (Con esa expresión urbana lo presenta):
-Mira Carmela, un cuate.
-Ajá, mucho gusto caballero --y le vuelve a estrechar la mano a Raymundo, con mayor significación-. No les digo que pasen porque ya pasaron.
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Tiene algo de imponente y animal el paso de Carmela. En este punto suspendido en el desierto, ella mueve lo inmóvil que la rodea. En el cobertizo les ofrece silla y refresco, va por su abanico, no se está callada ni quieta. Su parloteo, de acento raro, medio indio, medio amulatao, chico, transcurre como larga mezzosoprano de pulmones intactos. Podría sonar mal que lo diga Raymundo, que se las da de prieto. Pero es que Carmela es negra. Muy..., no sé si me explico.
El Ray no libra la sensación de que, al menos a él, Carmela no lo toma en serio. Tan acogedora como burlona, ríe de su propia franqueza:
-¿De dónde sacaste tú, Jacinto, este peladito? Ni modo que de la Reforma Agraria.
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Llevan horas platicando. Es un decir. Cuando Carmela suelta la sin hueso parece náufraga agarrada a una viga. Pocos interlocutores visibles la frecuentan, que no sean los perros, los pollos o el burro Desiderio, uno de los burros más afortunados del mundo porque no trabaja y encima le dan de comer como rey. Y Carmela le trajo una burra para que no se aburra.
-Mi Leo, que el señor tenga en su reino, pobrecillo, decía que un burro es como tener un carro bueno en la ciudad. Uno lo estaciona frente a la casa para presumirlo a los vecinos. Pero, ay, mi Leo también decía que los carros no son independientes, no tienen el alma del burro. El se iba a caballo a las asambleas, en ese entonces que vivíamos en la cordillera. El burro me lo dejaba a mí pa que me hiciera compañía. Era un pelao.
Los ojos se le humedecen de divertida ternura. Se ve que echa fuera los sentimientos de inmediato. ``Y, carajo -piensa Ray-, pa lo vieja que ha de estar esta vieja, todavía se cae de buena''. Lo cual lo inhibe más aún.
El marido, Leobardo, había estudiado en Jalapa. Fue el hijo mayor de don Chío, y lo mataron los pistoleros del Seco Güemes, cacique entonces (y a la fecha su hijo) de la zona de Zacualpa. Hace 22 años. Por andar de líder y no dejarse comprar ni por la buena ni por la mala.
-Andaba yo recién enviudada, medio oculta en Zacualpa, y me tocó ayudar a nacer a esta criatura -y señala a Jacinto, con lujo de comadrona, y éste asiente malicioso y chiveado.
Allí empezó todo. Carmela vio en el niño de una sobrina de su suegro el ciego, algo que tenía que ver con Leobardo y la lucha.
-Le estaba cortando el cordón umbilical y ya lo pensaba: ``Este niño viene a que Leobardo no acabe'', me dije, y ya ves, Jacinto, ya ves.
El aludido celebra los recuerdos como parte de una costumbre, a risas e interjecciones, y Raymundo vuelve a pensar que aquí todos están locos. Conclusión que no lo abandonará ni cuando vaya en el Flecha de regreso.
(Siguiente: Agua blanca, hilo negro.)
Nota: las coplas que canta Carmela pertenecen al Son candela, de Faustino Oramas