En su primer largometraje, Toto, el héroe, de 1991, el cineasta belga Jaco Van Dormael sorprendió por su enorme talento para subvertir la realidad con irrupciones de lo fantástico y estilizaciones pictóricas. El personaje central tenía un alter ego de tira cómica --el detective del título--, y el director describía una biografía de adulto desde el punto de vista de un niño. Por la fusión de sus elementos dispares y su reconstrucción de lo fantástico-cotidiano, este debut fílmico era una propuesta muy imaginativa y posmoderna, ajena a las convenciones más trilladas del melodrama hollywoodense. Este fue el rasgo distintivo de Van Dormael y la base de su reputación de autor.
Cinco años después, el director belga realiza El octavo día, otra cinta de corte semifantástico, coestelarizada por Pascal Duquenne (Georges), un actor con síndrome Down que había figurado ya en Toto, el héroe. Nuevamente asistimos aquí a un despliegue de imaginación visual, con una iconografía kitsch en tonos pastel, que propone, en la secuencia de los créditos, una alegoría de la Creación: el Génesis imaginado por un joven con discapacidad mental. Un universo sensorial donde la hierba es sensible al dolor y atenta a la caricia humana, y donde el joven Georges vive en forma libertaria el desajuste de sus sentidos y sus instintos. Este emblema de la despreocupación y la libertad, esta nueva encarnación del ``buen salvaje'' --este Kaspar Hauser belga-- se topa accidentalmente con un personaje que es su opuesto pefecto: Harry (Daniel Auteuil), el yuppie burócrata, exitoso en su trabajo de formador de cuadros directivos y desdichado en su vida sentimental (su mujer y sus hijos, a los que ha descuidado por su trabajo, no quieren saber nada de él). La propuesta narrativa del film es increíblemente esquemático: la amistad con Georges liberará a Harry de su desasosiego existencial de yuppie insatisfecho; al lado del anárquico discapacitado mental, aprenderá finalmente a disfrutar la vida y a valorar su libertad.
Verdaderamente cabía esperar de un talento como el de Van Dormael una propuesta más original, más acorde con su propia inventiva visual, y menos en deuda con los clichés del cine estadunidense, en particular con los de una película como Cuando los hermanos se encuentran (Rain man), de Barry Levinson, de trama y ``mensaje'' similares. Basta remitirnos a las estupendas escenas oníricas de la cinta, a la presencia de un imitador del cantante Luis Mariano --alter ego de Georges--, a la madre que interrumpe su residencia celestial para proteger a su hijo vulnerable, o al ratón que se dirige al joven alucinado con la voz de su ídolo Mariano, para apreciar la calidad del humor paródico del director belga.
Basta también observar las reacciones de Georges frente a sus derrotas sentimentales, observar sus gestos convulsionados, sus arrebatos, su mirada que resume el divorcio con la realidad que lo circunda y somete.
La interpretación de Pascal Duquenne es notable (él y Daniel Auteuil compartieron el premio, en Cannes, a la mejor actuación masculina), y muy vigoroso el esfuerzo de Van Dormael por ofrecer en su cinta lo más cercano al punto de vista del joven discapacitado.
Con todo, El octavo día se queda a medio camino de sus sugerencias más interesantes. La fantasía aterriza en una cotidianidad tranquilizadora, en el universo doméstico recobrado. En lugar de involucrar al espectador todavía más en la riqueza sensorial de Georges, el director elige identificarlo con el drama hogareño de Harry, que cobra importancia a medida que avanza la película; Georges fracasa en sus intentos de vivir la ``normalidad'' y se encamina a la autoinmolación, mientras Harry conduce al público a los territorios reconocibles, donde las parejas se reconcilian y la vida ``normal'' ratifica sus privilegios sociales.
El encuentro con Georges es para Harry una iniciación ritual, una suerte de maduración sentimental inesperada. Este aspecto despoja a la cinta de cualquier intención subversiva. Georges es el personaje condenado a la marginalidad y al fracaso real: una figura trágica; Harry, en cambio, es el padre de familia de regreso de un turismo sentimental por el alma de un ser torturado, encantador y anormal.
Daniel Auteuil tiene buenos momentos de actuación, pero otros realmente fallidos, como su actitud demagógica de fraternizar con los barrenderos inmigrados en la calle o de asumir una falsa indigencia. Esta súbita humanización del yuppie, presentado previamente como caricatura de la burocracia, resulta poco convincente.
A final de cuentas, el valor de la cinta reside casi exclusivamente en esos momentos afortunados en los que el director se atreve a asumir el punto de vista de Georges, su delirio, su fantasía desbocada. Allí la película se siente original y fresca, y ya no sólo una improbable versión europea de Forrest Gump.