Cuentan las crónicas que Venustiano Carranza, tranquilo, ecuánime, acompañado del general Alvaro Obregón y de su hombre de confianza, el general Juan Barragán, con un buen respaldo de tropa montó a caballo en el patio del Palacio Nacional e inició el camino hacia la historia constitucional de México.
Alvaro Obregón abandonó la comitiva en la Tlaxpana, hoy por los rumbos de San Cosme. El Primer Jefe continuó su marcha, despacio, pausado, sin prisa. Tres o cuatro días después la comitiva arribó a las inmediaciones de los famosos arcos queretanos, donde un montón de soldados con kepís y un pueblo sombrerudo la recibieron con entusiasmo.
El día 1o. de diciembre de 1916, en la solemnidad de la inauguración del Congreso, el discurso inaugural, a su cargo, fue una proclama política en la que se sustentó la tesis de que el Ejecutivo tenía que liberarse de los controles de otros poderes y, en particular, que habría que eliminar la posibilidad de que fuere juzgado por el Legislativo. Carranza quería constituirlo en el poder más fuerte. Lo logró. La nueva Constitución rindió honores al Ejecutivo otorgándole facultades superiores. Se iniciaba el largo camino, tan congruente con los sueños autoritarios de Carranza, hacia el presidencialismo.
Ochenta años después, en la revolución pacífica del 6 de julio y en la seria escaramuza anterior a la instauración del nuevo Congreso, se darían las bases que permitieron que el presidente del Congreso, con ademán respetuoso pero enérgico, restaurara el equilibrio de los poderes.
El acto del 1o. de septiembre, con cambios de forma que fueron --diría el maestro Reyes Heroles-- de fondo, la República volvió a la fórmula de Montesquieu de la auténtica división de poderes.
¿Quiénes fueron los protagonistas de tan espléndido acontecimiento?
A Ernesto Zedillo le debe el país muchas cosas políticas, aunque de otras, las económicas y sociales, es acreedor exigente de él y de su estilo. Pero la reforma electoral que ciudadanizó (¿existirá ese verbo?) al órgano electoral, la pureza impactante de la jornada del 6 de julio y el acto de mando que puso en orden el domingo anterior a un PRI deshilvanado, sin rumbo y sin dirección, reconociendo la legitimidad del dominio del bloque opositor son, en lo sustancial, mérito y gracia del Presidente.
Eso no habría sido posible, sin embargo, sin los muchos años de lucha política ordenada, perseverante, del PAN. Sin la terquedad insistente de Cuauhtémoc Cárdenas, de Porfirio Muñoz Ledo, de ese dirigente magnífico que es Andrés Manuel López Obrador y de todas sus gentes y de sus muertos, que no son pocos, que los llevaron a la conquista del DF y a muchas cosas más. Sin el apoyo interesante de los partidos Verde Ecologista y del Trabajo, por lo visto invitados a claudicar en un acto claramente fallido.
Pero sobre esas fuerzas evidentes de la vida política, ideologías hechas partido y entusiasmo, lo que hoy destaca es el otro protagonismo, el de las organizaciones civiles que han empujado la transformación democrática del país. Ahí están los grupos privados de derechos humanos, las asociaciones políticas nacidas, muchas de ellas, del entusiasmo electoral del Grupo San Angel, y la exigencia de unos medios que han invitado a pensar y a actuar en consecuencia.
La ausencia evidente del presidente del PRI en el acto político de mayor trascendencia de muchos años, a poco más de 80 de aquél 1o. de diciembre de 1916 que inició el proceso constitucional, no pudo ser más simbólica del fin de un sistema y del nacimiento de otro.
Confieso que me emocionó toda la ceremonia, con la llegada del Presidente a un palacio legislativo sin soldados; que me preocupó su gesto duro, de evidente tensión, durante la lectura de su Informe parcial; que me alarmó lo inescrutable de su gesto mientras oía la sinfonía política y la genial clase de oratoria de Porfirio Muñoz Ledo, y que me alegró el alma el inmenso coro que entonó el himno nacional a pedido del presidente del Congreso acompañando a la banda militar disfrazada de civil. Y como me pasa siempre cuando oigo el himno y mucho más ahora, se me hizo un nudo en la garganta, dejé de hablar y se me saltaron las lágrimas. Pero como los hombres no lloran, tuve que disimular.
¡Adiós, don Venustiano! Se acabaron tus tiempos