MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Pronóstico del tiempo
Hoy por la tarde me sorprendió la lluvia. Pude haberme evitado la molestia con sólo tener en cuenta las indicaciones de la muchacha que lee los pronósticos del tiempo en el noticiero nocturno. Como la he oído equivocarse durante años, cuando dijo que caería una tormenta actué como siempre: tomé precauciones contrarias a las recomendadas por ella. Salí sin paraguas y estoy pagando las consecuencias.
Me duele la garganta, la cabeza me estalla, tengo fiebre. De seguir así mañana me quedaré en la cama y me reportaré enfermo a la oficina. Los síntomas de la gripe me agobian menos que el recuerdo de la conversación que sostenían los viejos bajo el cobertizo.
Los días que no circulo aprovecho para hacer mis caminatas. Mi modesta contribución a disminuir las nubes de partículas suspendidas me da, además, un buen pretexto para demorar mi retorno a casa. Después de ocho horas de oficina me resulta pesadísimo encerrarme de nuevo, con toda la familia, entre cuatro paredes. Mi departamento es diminuto, los techos son muy bajos. En tiempo de calor uno se asfixia y en el invierno se congela.
Me siento culpable cuando pienso que yo puedo librarme un poco de ese martirio mientras que mi mujer, Dalia, no tiene escapatoria posible. Cuando vuelvo por lo general encuentro a mi esposa de mal humor. Lo entiendo y por eso evito las discusiones. La televisión me ayuda para lograrlo, aunque me exponga a recibir las señales equivocadas de una meteoróloga a la que ahora estoy agradecido. Me hizo comprender algo muy importante. Le escribiré una carta. Quizá le dé gusto enterarse de lo que me sucedió esta tarde sólo porque ocurrió el milagro de que acertara con el pronóstico del tiempo.
Salí de la oficina a las seis. ``Apúrele porque va a llover'', me dijo Luisa, mientras se alejaba con el paraguas por delante igual que una lanza en ristre. Identifiqué a mi compañera de trabajo como otra víctima de la meteoróloga. De todas formas miré al cielo y no descubrí ningún motivo de inquietud. Me eché a caminar con una doble sensación de triunfo hasta que, por entre las nubes planteadas y ralas, empezaron a caer gotas. No apreté el paso, no regresé a mi oficina en busca del impermeable y rechacé la posibilidad de que la meteoróloga hubiera acertado al fin. Pero luego, cuando la llovizna se convirtió en tormenta, sentí una rabia idéntica a la que experimentaba de chico y oía decir a mi madre: ``¿Ves? Te lo dije, pero no quisiste hacerme caso''.
La calle se vació en un segundo, los automóviles estrellaban los charcos y del cielo seguían desprendiéndose raudales de lluvia. No tuve más remedio que guarecerme bajo el cobertizo de un paradero. Allí estaban los viejos. Sólo de uno pude ver la cara: larga, con las facciones sostenidas en el gancho de la nariz que parecía amenazar los labios delgadísimos, me provocó la tentación de llamarla quijotesca.
Al verme, el anciano siguió hablando pero en tono más discreto: ``Mis hijos nunca tienen tiempo de platicar conmigo, menos de sacarme. Mis nietos, igual. Sólo me toman en cuenta los días en que cobro mi pensión. Entonces hasta se ofrecen a acompañarme. Yo les digo que no, que muchas gracias, que todavía me siento capaz de salir solo. Me preguntan cuánto tardaré. Les contesto que no lo sé pero no regreso luego. Me tardo para que vean lo que siento cuando se van y me dejan esperándolos en la casa''.
El interlocutor, del que sólo podía ver el cabello escaso y la espalda cargadísima, sacó un pañuelo y en él ahogó un chillido semejante a una risita. El abuelo de la nariz ganchuda se sintió estimulado y siguió con su relato: ``Ya me imagino cómo estarán ahorita, todos en el zaguán...'' No pude contenerme y sonreí. El anciano me lanzó una mirada que me obligó a desviar los ojos y, suponiendo que ya no lo veía, se llevó la mano al pecho; ya muy cerca de su interlocutor dijo: ``Sé perfectamente que no me esperan a mí, sino a éste'': hizo un guiño, se golpeó a la altura del bolsillo secreto y murmuró entre resignado y satisfecho: ``Es la vida. No hay que hacerse ilusiones''.
Me pareció estar oyendo a mi padre. Pensé en el mucho tiempo que llevábamos sin visitarlo: desde el domingo que nos salió con que le buscáramos un asilo porque tenía miedo de que algo le sucediera mientras estaba solo. Dalia y yo coincidimos después en que aquellas palabras habían sido un reproche, una reclamación por no invitarlo a vivir con nosotros. Luego nos convencimos mutuamente de que eso era imposible y para no enfrentar el problema espaciamos las visitas a la casa de mi padre.
Me pareció que el viejo de la espalda cargada había leído mis pensamientos cuando lo oí decir: ``A usted, por lo menos no lo han abandonado. Mis hijos nunca me visitan. A veces me llaman por teléfono y siempre es para decirme que tenga cuidado con la puerta, con la estufa''. El anciano soltó una carcajada que le provocó un acceso de tos. Cuando se repuso continuó: ``Nunca me preguntan por mis cosas. Todo se les va en decirme que no coma grasa, que puede hacerme daño''.
Esta vez fue el viejo de la cara quijotesca el que se rió: ``El colesterol...'' Pronunció la palabra sin intención ni destinatario, pero yo enrojecí. Recordé que en la última visita que Dalia y yo le hicimos a mi padre le sugerimos que se cuidara de eso. La voz del anciano se escuchó más fuerte: ``Cuando uno es viejo jamás se les ocurre hablar de otra cosa. ¿Por qué será?''
El hombre de la espalda cargada guardó silencio unos segundos y contestó: ``Para no referirse a lo único que verdaderamente nos hace daño: la soledad. Está siempre esperándonos al final de la vida''. Se escuchó el motor de un autobús que se acercaba. El hombre de la espalda cargada se volvió y vi su cara por primera vez cuando me preguntó: ``Perdone, ¿es el Panteones?'' Le contesté que sí. Me lo agradeció antes de subir al autobús acompañado de su amigo.
Cuando me quedé solo respiré con alivio. La sensación duró apenas unos segundos porque enseguida volví a pensar en el abandono de mi padre y en la referencia del viejo acerca de la soledad. Aislado por la lluvia que arreció, la sentí como nunca antes. Tuve miedo y urgencia de volver a mi casa. Paré un taxi. Al verme Dalia se apresuró a darme una toalla. Le besé las manos y me sentí dichoso de que ella siguiera a mi lado. Mientras me cambiaba de ropa, mi esposa comentó: ``Oye, debes fijarte en lo que comes. Hay que vigilar la grasa, acuérdate del colesterol''. Entonces recordé a los ancianos y pensé en la meteoróloga. Si ella no hubiera acertado en el pronóstico del tiempo quizá yo no habría tenido conciencia de que también estoy envejeciendo.