Sucede a veces que el pelo pierde compostura, y en forma tan extrema, que sencillamente deja de existir. Aunque toda calvicie es prematura, hay quienes deben acostumbrarse a una coronilla despejada desde los veinte años. Los calvos de solemnidad pueden ser vistos como una avanzadilla del ADN: dentro de cinco siglos, los demás hombres serán como ellos. Esta hipótesis carece de contundencia científica; se basa tan sólo en las observaciones de turista que la especie hace al pasar por la Tierra. Cuando visitamos el palacio de un rey viejo, lo primero que llama la atención es el tamaño de su cama: ¡qué sorpresa que el León de Francfort haya sido un enano! Lo segundo, que las estatuas lo recuerden con tanto pelo. En cambio, cuando visitamos al más chaparro de nuestros primos de Minatitlán, famoso por la melena que le crece un centímetro arriba de las cejas, nos asombra que su hijo tenga porte de basquetbolista y capilaridad tan escasa que se echa en falta, no sólo la cabellera de nombradía del padre, sino incluso las cejas que le servían de punto de partida. Total que el hombre avanza para perder pelo y ganar altura. Esta improvisada tesis evolucionista sirve de poco consuelo para los calvos. ¿A cuántos es útil saber que estarán de moda en 500 años? Vivimos en un tiempo en que, a pesar de los rumores que asocian la pérdida de pelo con el frenesí erótico, los galanes de la pantalla tienen cínicas cabelleras que rentan para comerciales de champú y de ampolletas contra la calvicie. La contraparte del calvo prematuro es el calvo puntual, cuya almohada es un calendario de la vejez. La hora de la caída llega de golpe: el espejo traicionero de un elevador revela que perdimos algo, la tapa que otorgaba dignidad al recipiente que ahora muestra señas innombradas: un lunar rojo, una mancha vinosa, un plano en declive. Según enseñan las caricaturas anteriores a los Simpson, la cabeza debe ser redonda. Hay quienes viven convencidos de ser normales hasta que la calvicie descubre una región que, a falta de mayor semejanza con los cuerpos geométricos, recuerda la palabra ``quecosaedro''. Es el momento de recordar al Pelochas, al Cabeza de Huevo, a todos los jóvenes calvos que humillamos en la Universidad y que ríen desde un infierno con espejos encontrados. Aunque algunos estoicos asumen la pérdida con dignidad, la mayoría clasifica los pelos que le quedan y hasta les pone apodos. Un magro remedio para esta condición consiste en cubrirse. ¿Con qué? Cualquier cosa es buena para el tamaño de nuestra desesperanza: un trozo de cartón, un paliacate a la Morelos, un sarakoff de cazador de leones, un tatuaje en forma de pelo. Como es de suponerse, ciertas coberturas son más felices que otras. ¿Qué pensaríamos de nuestro amigo Pancho si diera sus conferencias con sombrero jipijapa? Descubrirse es señal de respeto; las cachuchas y los sombreros de ala dramática se llevan mal con los ceremoniales, y ciertas prendas son de una inclemente especificidad: los cascos de bombero, el gorro de chef o la gorra de cazador de pato migratorio con la que nuestro amigo Felisberto insiste en llegar a la oficina. La mejor opción contemporánea es la boina; se trata, sin lugar a dudas, de la mayor contribución de Mao y del guevarismo a la moda. Los tenderos españoles nos habían puesto en contacto con esos círculos negros que llevan un simpático apéndice en la cima y que les quedan de maravilla a quienes han padecido las lloviznas gallegas y lucen horrendas en todos los demás. Pero sólo Mao y el Che ofrecieron en los románticos años sesenta la prenda ideal para quienes serían calvos décadas más tarde. Y el doctor Guevara también contribuyó a popularizar las barbas. Ya Eliseo Alberto ha señalado la condición de ``quinto Beatle'' del Che. Ningún icono de los sesenta ha sido tan carismático, de ahí que buena parte de su influencia tenga que ver con las imágenes. Desde la foto de su cadáver, tan comparada con el Cristo de Mantegna, hasta sus barbas, un joven desafío a una sociedad orgullosa de combatir la ``barbarie'' con navajas de acero inoxidable. El Che significó un regreso iconográfico a los héroes anteriores a las peluquerías: el Cid, Eric el Rojo, Robinson, Quetzalcóatl y muchos santos de la Iglesia.Curiosamente, como observa Josep Pla, los santos más peludos caen en la misma semana de enero: dos de ellos padecieron soledades y privaciones (el ermitaño San Pablo y el cenobita San Antonio Abad) y dos prometen abundancia (San Fructuoso, plantador de semillas, y San Vicente, que se asocia al crecimiento del día). ``Es natural que hombres de tamaña resistencia aparezcan en el momento del año más duro de pelar -escribe Pla-, por el frío, por el hambre y por la escasez de vituallas. Estos colosos de la frugalidad nos incitan a acortarnos el cinturón con ánimo tranquilo, buena cara y la natural paciencia. Siempre fueron recordados en las épocas de las vacas flacas y de socialismo a todo pasto.'' Después de su natural proceso de canonización, Ernesto Guevara pasa por otra clase de análisis. Es mucho lo que su imagen y su aventura en las selvas influyeron en la vida cotidiana. Terminamos con una tesis que, como todo lo que pertence a las costumbres, es tan indemostrable como difícil de refutar: si el Che se hubiera rasurado, habría mucho menos barbudos. El mártir de la frugalidad acabó con siglos de cara ``limpia''. Sería absurdo rebajar su gesta a un efecto cosmético; sin embargo, tampoco se pueden soslayar los signos guevaristas que se han convertido en formas naturales de nuestra cultura. El foquismo, la creación de pequeños núcleos de rebeldía, triunfó en lugares no menos decisivos que las sierras de América latina: las caras y los espejos.
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para Alvaro Caso
He vuelto a pensar en Búfalo Bill. De niño leía devoto sus aventuras. Venían en unos cuadernillos que, en su origen, se publicaron semanalmente, forma en que también vio la luz Doc Savage, un detective cuyas apasionantes aventuras se desarrollaban en un futuro muy desenvuelto en tecnología. Y también, si no me equivoco, la gran serie de Los Pardallán. A Búfalo Bill no sólo lo leía, sino armado con un rifle de municiones Red Ryder, lo representaba en las praderas salvajes de La Marquesa cuando íbamos ahí, muy de cuando en cuando, de día de campo. Recuerdo que Búfalo Bill tenía notables compañeros de aventuras, y claro, enemigos jurados y diabólicos a los que enfrentarse. Pero todo vagamente. Los nombres de los participantes y la peripecia de las aventuras, los he olvidado completamente. Entonces, recurro a mi padre. Tiene 83 años. -Papá, dime el nombre de algunos compañeros de Búfalo Bill. Estamos de sobremesa, tomando el café. Mi padre sonríe. Parece japonés, siempre pareció japonés, chiquito, delgado y fuerte, de ojos rasgados y vivarachos. -Will Bill Hickock -empieza a recordar mi padre-, Nick Warton, que era un viejo que sabía qué hacer en las situaciones difíciles, el Pequeño Cayuso, indio piel roja, tan bueno siguiendo huellas que podía rastrear a una mosca. En Chihuahua, donde no había nada que hacer, leí los 60 cuadernillos. Los compraba en una tienda que se llamaba Pluma y Lápiz. No sé, tendría unos 10 u 11 años. Envidio la precisión monstruosa de la mente de mi padre; también envidio su amor a los números, que me fue negado, y la facilidad con que los conoce y maneja. ``Desde niño me di cuenta de que los números eran mis amigos'', me dijo una vez. Un día le pregunté que por qué no había sido matemático, disciplina que tanto le gusta. ``No -me respondió-, yo quería hacer cosas prácticas, si no hubiera sido ingeniero civil, habría sido, tal vez, médico.'' -El primer cuadernillo -prosigue mi padre después de un silencio- se llamaba ``Terror en Taos'', el segundo ``La Hechicera de los Apaches''. Búfalo Bill tenía indios amigos, los comanches, e indios enemigos, los apaches. Esta hechicera lo odiaba. Y yo no me acuerdo de nada de eso. Qué ganas de volverlo a leer. La verdad, no me hizo nada de gracia cuando me enteré de que Búfalo Bill había sido empresario teatral. Tenía una especie de circo en el que, entre otras cosas, indios y vaqueros corrían a caballo por la pista dando gritos y disparando. A mí me parecía una ultrajante desacralización de la luminosa leyenda. Román Gubern, en sus memorias, asegura que el circo se presentó con mucho éxito en Barcelona. Me enteré de la noticia viendo la película Búfalo Bill, de Wallman (1944), con Joel McCrea y la hermosísima Maureen O'Hara. Pero la vieja leyenda tampoco está limpia de pecado: William Cody se ganó el apodo de Búfalo cuando el ejército americano resolvió exterminar las manadas de búfalos para matar de hambre a las tribus indígenas y él fue quien más se destacó en la horrenda tarea. Hay, por último, otra faceta de William Cody que desconocía y que es impredecible y extraña, y que remite la leyenda a otro orden de cosas: Búfalo Bill fue un gran constructor de papalotes, llamados también cometas. No un mero aficionado, sino un diseñador profesional, un precursor de la aviación. Cody diseñó un papalote, un biplano, que era capaz de elevar a un hombre por los aires. Era ocupación de la familia: su hermano, Samuel Franklin Cody, cruzó en papalote el Canal de la Mancha y, durante la primera guerra, fue director del Cuerpo de Papalotes, que llegó, parece, a entrar en combate. Qué espectáculo silencioso y extraño debe ser una batalla, allá arriba, entre grandes y airosos papalotes. Una última conección: tengo entendido que el impresionante don Sotero Prieto, el matemático, venerado maestro de mi padre (y padre, a su vez, del incorruptible y archiperspicaz Raúl Prieto), fue también un apasionado diseñador de papalotes. En este mundo cualquier cosa te lleva a cualquier otra, porque es un circuito gigantesco y todo está sutilmente conectado. Así que, como dicen, no te afanes tanto, ``sólo conecta'' y quédate tranquilo.
El largo boom
En su ejemplar del pasado mes de junio, la revista Wired publicó un artículo titulado ``The Long Boom'', en el cual Peter Schwartz y Peter Leyden cuentan una historia del futuro (de 1980 al 2020) y anuncian que estamos en el umbral de 25 años de prosperidad, libertad y un mejor medio ambiente para todo el mundo. La fórmula es simple: la sociedad abierta es buena, la cerrada es mala. Esta ideología sumada al inevitable advenimiento de cinco oleadas tecnológicas (computación personal, telecomunicaciones, biotecnología, nanotecnología y energías alternativas) se traducirá en un gran aumento de la productividad, una integración global sin precedentes y una prosperidad para todos que nos llevará sin dolor a un mundo feliz. El artículo es una muestra de ese tecnoptimismo que llevó al tristemente célebre dinamitero, Unabomber, a desatar una explosiva campaña en contra de la tecnología y la academia. Este manifiesto a la candidez y arrogancia de la ``Generación digital'' plantea que el triunfo de ideas promovidas por los Estados Unidos (como la economía de libre mercado y la democracia liberal) despejará el camino a una auténtica globalización. La cosa va así: el crecimiento explosivo de Internet estimula a la economía, genera empleos, y el gobierno estadunidense deja de controlar la demografía y crece vertiginosamente. La biotecnología transforma el campo de la medicina y con la terminación del Proyecto del Genoma Humano (en el 2001) quedan erradicadas, mediante manipulación de genes, una tercera parte de las 4,000 enfermedades genéticas conocidas. Luego, llega la nanotecnología, que promete construir todo tipo de máquinas de átomo en átomo, con lo que es posible manufacturar nanomáquinas que se inyecten en la sangre, controlen nuestros signos vitales y eventualmente reparen células o destruyan organismos parasitarios o patógenos. Por último, nuevas formas de energía baratas y no contaminantes vienen a reemplazar a los viejos combustibles. Mientras tanto, los Estados- nación tradicionales van diluyéndose pacíficamente, dejando en su lugar largas comunidades integradas, clasemediatizadas y complacientemente apolíticas.
A la larga vale la pena
A menudo reaccionamos con tal cinismo y desconfianza a cualquier predicción optimista o escenario utópico, que pareceria que no quisiéramos verlo realizado. En este caso resulta difícil depositar nuestras esperanzas en un futuro que se presenta como una globalización del modelo estadunidense, como un paraíso al que se accede al ``adoptar la fórmula de la desregulación, privatización, apertura a la inversión extranjera y recorte de déficit gubernamentales'' (las milagrosas soluciones neoliberales). ``En este momento parece brutal: destruir sindicatos, vender paraestatales y desmantelar los servicios de bienestar público. A la larga vale la pena el sufrimiento'', dicen estos tecnófilos, que como los religiosos de todos los colores proponen que es necesario sufrir para alcanzar el paraíso (celestial o terrenal). La tecnología aquí es una fuerza creadora, estabilizadora, democratizante y purificadora (del ambiente y de la conciencia humana) a la que sólo le hace falta la actitud optimista del Tú puedes estadunidense. Los autores parecen olvidar que el paraíso nos ha sido prometido infinidad de veces en términos semejantes, y en cada ocasión los profetas han olvidado las lecciones de la historia y han ignorado la complejidad de la naturaleza humana, al reducirla a un material maleable o al representarla por una función matemática. Ninguna idea aquí es verdaderamente original; no obstante, el ensayo es sintomático del idealismo de una élite conectada internacional, ``la gente más poderosa del mundo hoy en día'' (como escribía el editor de Wired, Louis Rossetto, en el primer número de esa revista), que realmente cree en el iluso simplismo que pregonan gurús como Nicholas Negroponte. Es cierto que muchas de las ideas de Wired (``un nuevo tipo de compañía de media diversificada y global para el siglo XXI'', como anuncian sin modestia) han dejado de ser fantasías marginales al ser adoptadas por los medios masivos y al penetrar a la cultura popular. Pero hay elementos para desconfiar de las predicciones que publica la revista, autodenominada portavoz de la revolución digital (la cual curiosamente en su número 1 ni siquiera menciona a Internet). A pesar de su optimismo y de deslizarse por la cresta de la ola tecnológica, la revista se encuentra en serios aprietos económicos. La empresa Wired Ventures (que se divide en Wired, Wired Digital y Wired Books) fracasó dos veces al tratar de colocar acciones en Wall Street, y en agosto el editor y cofundador, Rossetto, aceptó renunciar a la dirección. Wired (con un tiraje de 350,000 ejemplares) tiene pérdidas por 35 millones de dólares, por lo que es obvio que ni siquiera ellos han podido descubrir la manera de hacer que la red sea comercialmente viable. Finalmente, queremos señalar que ``La Jornada Virtual'' se adelantó a Wired. En el ejemplar de septiembre se publica sin firma un artículo titulado ``What have They Been Smoking?'' (``¿Qué han estado fumando?''), en el cual se hace una revisión cronológica de los artículos anti-Internet publicados en el New York Times. Nosotros publicamos un análisis semejante el inolvidable 6 de julio pasado: ``La red de acuerdo con el New York Times: seis meses de terror.''
Naief Yehya
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