La Jornada Semanal, 7 de septiembre de 1997
A partir de mañana comenzará a circular El Che. La vida en rojo, el más reciente libro del politólogo mexicano Jorge G. Castañeda. Profesor de la UNAM y de la Universidad de Nueva York, columnista de Proceso y de Newsweek, Castañeda es autor, entre otros libros, de La utopía desarmada. En este ensayo nos lleva a los orígenes de su investigación sobre uno de los principales mitos de nuestro tiempo.
La pasión de la escritura rebasa en intensidad a la aventura de la investigación: nada nuevo en esta perogrullada. Pero en algunos casos, las peripecias de una pesquisa pueden igualar el gozo de la redacción. Investigar bajo condiciones adversas, retadoras y no obstante factibles, despierta un placer descomunal. Es el caso de La vida en rojo: el proceso investigativo no me aportó una satisfacción menor que la factura misma del libro. Quisiera relatar algunos de los momentos estelares de este proceso.
Una investigación de esta índole requiere necesariamente de una gran multiplicidad de fuentes. Ninguna es perfecta ni suficiente a sí misma; todas encierran enigmas, defectos y lagunas. Incluso las más irreprochables en apariencia -cartas, notas o diarios del personaje sobre el que se trabaja- entrañan contradicciones y reservas: ¿quién es transparente consigo mismo? Tratándose de un tema eminentemente político, ninguna fuente es neutra: todas las cartas vienen marcadas. El trabajo del historiador, el biógrafo o el simple escritor imbuido de curiosidad, consiste en conjuntar, cotejar, separar la paja del trigo y arribar a conclusiones fundadas en una suma de materiales, no en el material preferido o en el más fácilmente accesible.
Distintos estudiosos de la vida del Che Guevara han logrado, en los últimos años, desenterrar diversos materiales inéditos o publicados en ediciones restringidas de algunas de sus obras; se trata de fuentes de gran valía, mas no definitivas. En La vida en rojo los materiales de esa naturaleza han desempeñado un papel decisivo. Me refiero principalmente a las cartas del Che a Chichina Ferreyra, a las llamadas Actas del Ministerio de Industrias y a Pasajes de la guerra revolucionaria (el Congo). Acompañados de otras fuentes que corroboran los dichos y escritos del Che en sus propios manuscritos, estos documentos constituyen un primer acervo novedoso y crucial para toda investigación contemporánea del Che Guevara.
Tenía conocimiento de la existencia de Pasajes de la guerra revolucionaria (el Congo) desde tiempo atrás, y en particular a partir de la publicación de los extractos aparecidos en el libro recopilado por mi querido amigo Paco Ignacio Taibo II, El año en que estuvimos en ninguna parte. Como durante toda su vida adulta, Ernesto Guevara llevó un diario en el Congo; varado en Dar-es-Salaam después del fracaso de su aventura africana, lo reescribió, transformándolo en el libro citado. Por diversas razones -en mi opinión todas ellas incomprensibles y absurdas- ni el régimen cubano ni la familia del Che han querido publicar el mentado escrito. En vista de la importancia del testimonio, sabía yo que resultaba indispensable contar con la totalidad del manuscrito del Che, ya que los matices, las sutilezas y la visión completa del texto solo podían brotar de la obra del Che en su conjunto, y no de los segmentos escogidos por Taibo. Me propuse entonces, en mi segundo viaje a La Habana, obtener el manuscrito guevarista a como diera lugar.
Varios amigos en la capital de Cuba me ayudaron a cumplir una parte de mi cometido; se trataba de antiguos colaboradores del Che que habían obtenido una copia del libro inédito. Me permitieron encerrarme en un cuarto ``acondicionado'' de un departamento, leer y tomar notas -pero me exigieron que no copiara el documento. Me encontraba en una situación paradójica e incómoda: la lectura y las notas eran útiles pero insuficientes; me urgía un ejemplar propio para llevar a México. Sacarlo subrepticiamente del departamento y fotocopiarlo en una embajada hospitalaria consistía una opción plausible pero riesgosa e injusta con mis amigos. Además, podían enterarse y en consecuencia clausurarme otros accesos. La salida de Cuba del manuscrito en el que se basó el libro editado por Taibo había suscitado un enorme malestar, tanto por parte de Aleida March viuda de Guevara como del oficialismo castrista.
Mientras reflexionaba sobre los términos de este dilema, un amigo diplomático me sugirió visitar a un historiador cubano, instalado en el viejo Capitolio batistiano, que había archivado en un CD-ROM todas las anécdotas sobre el Che habidas y por haber (la historia en Cuba no es ni puede ser más que una retahíla de anécdotas y comentarios de Fidel Castro). Inicialmente pensé que era una perdida de tiempo, pero a falta de otra ocupación una tarde emprendí el camino a verlo. Entre plática y plática con el anecdotólogo en cuestión, éste me comentó: ``Por cierto, me acaban de mandar este texto del Che o de alguien sobre el çfrica; no he tenido tiempo de verlo, no sé si te interesa.'' Fingí indiferencia mientras revisaba las páginas tipografiadas, para mí ya tan conocidas gracias a mis lecturas nocturnas de esos días. Decidí en el acto comprarle a un precio desorbitado (para Cuba) el CD-ROM, y pedirle que me prestara su documento un día o dos para consultarlo con calma. Accedió; lo llevé de inmediato al departamento donde pernoctaba, para cotejarlo con el manuscrito ya citado; de allí a la fotocopiadora de una embajada y al aeropuerto, bien acompañadoÊpara evitar cualquier percance. Varios biógrafos del Che citan este libro del Congo escrito por el argentino; mi copia llegó a mis manos de esta manera. ¿Simple azar, espléndida estrategia de ventas del historiador del Capitolio, o favor discreto que le hacía a nuestro común amigo diplomático? No lo sé, ni me interesa indagarlo. Solo lo cuento en honor a las teorías sajonas de serendipity o a las teorías cubanas sobre siniestras confabulaciones.
Un segundo acervo de fuentes sobre el Comandante Ernesto Guevara reside en los archivos de Estado de los países involucrados, directa o indirectamente, en la vida y muerte del Che. Los cubanos no tienen archivos disponibles: o bien porque no existen, o bien porque no los abren; lo único que esto significa es que la versión documental cubana de los acontecimientos no se refleja en ningún trabajo serio. Algún día quizá La Habana se decidirá a contar su historia a partir de sus archivos, y no sólo de los recuerdos más o menos fieles, más o menos geniales, de Fidel Castro. Por lo pronto existen otros archivos, más accesibles, que contienen un enorme volumen de información y de testimonios, y que han resultado extraordinariamente útiles para este trabajo. Estos archivos pertenecen a tres gobiernos: el de Estados Unidos, el de la ex Unión Soviética y el del Reino Unido. Cada uno de ellos merece un breve comentario.
Los Estados Unidos atraviesan por un periodo de grandes trastornos en lo que se refiere a las reglas relativas a su propia historia. Muchos archivos se han abierto y muchos otros permanecen cerrados. Gracias al sistema de bibliotecas presidenciales y universitarias, lo abierto es de acceso relativamente fácil. Gracias a los procedimientos de libertad de información y de revisión obligatoria (Freedom of Information Act y Mandatory Review) lo cerrado es apelable. Todos los archivos y documentos del gobierno de los Estados Unidos citados en este libro se encuentran disponibles para cualquier investigador; basta saber dónde buscarlos, y contar con los recursos (por cierto modestos) para obtenerlos. Ya sea mediante las bibliotecas presidenciales (en particular la de Kennedy en Cambridge, Massachussetts, y la de Johnson, en Austin, Texas), ya sea a través de los documentos del Departamento de Estado depositados en los Archivos Nacionales en College Park, Maryland, y su publicación más o menos regular titulada Foreign Relations of the United States (FRUS), ya sea, por último, a través de publicaciones como el Index of Recently Declassified Documents de las prensas universitarias, cualquiera puede consultar los documentos revisados para este trabajo. En algunos casos, dichos materiales aparecen con secciones tachadas (sanitized); es posible pedir una revisión, que en algunos casos prospera, en otros no. Quienes piensan que en la elaboración de este libro se obtuvo un acceso privilegiado a los archivos de la CIA o de quien fuera en Estados Unidos, sencillamente carecen de oficio y experiencia historiográfica e investigativa.
Los archivos del Reino Unido resultaron particularmente valiosos para esta empresa por varias razones sencillas de comprender. En primer término, el Foreign Office mantiene una reputación bien merecida de seriedad y pericia en la confección y conservación de sus cables y notas; sigue siendo uno de los servicios diplomáticos y de inteligencia más competentes del mundo. En segundo lugar, a partir de la ruptura de relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba en enero de 1961, la Embajada del Reino Unido pasó a ser, en los hechos, la oreja y los ojos de Washington en La Habana. La Confederación Helvética aseguraba la representación oficial de los intereses norteamericanos en La Habana, pero Londres escuchaba, miraba y analizaba los acontecimientos en Cuba, e informaba puntualmente de ello a Washington. En tercer término, aunque las notas del Foreign Office se abren a cualquier individuo en el Public Records Office de Kew Gardens, en Londres, a los treinta años, mientras que las de M15 sólo se hacen públicas al cabo de medio siglo, en muchos casos, y concretamente en Cuba, en aquellos años quien redactaba unas y otras solía ser la misma persona. De tal suerte que los informes remitidos al servicio exterior de Su Majestad se asemejan sin duda enormemente a los informes enviados al servicio secreto de Su Majestad.
Por último, un comentario sobre los archivos de Moscú. Como se sabe, a partir de la perestroika, y sobre todo luego de la desaparición del régimen soviético, los archivos de la antigua URSS fueron abiertos y puestos a remate de manera selectiva y no siempre racional. Los archivos del Ministerio de Relaciones Exteriores (MID, por sus iniciales en ruso) están bien organizados y contienen verdaderas joyas para el historiador. Ante todo, las notas de conversación con el Che Guevara realizadas por los distintos enviados de la URSS en La Habana, y en particular las del embajador Alexsander Alexeiev y el encargado político Oleg Daroussenkov, revisten un interés enorme. Dichos archivos se hallaban, en 1995, abiertos a cualquier investigador bona fide, siempre y cuando contara con un mínimo respaldo institucional y recursos para sufragar los gastos -no del todo justificados- que su acceso requiere. Los archivos del Partido Comunista de la URSS son de manejo más arduo: los gastos son mayores, el acceso es más restringido y arbitrario. Al mismo tiempo, muchos de los documentos allí conservados son copias de los que se encuentran en el MID; la confusión entre partido y Estado en la ex URSS no debe sorprender a nadie.
No es sencillo moverse en Moscú, incluso hablando un par de palabras de ruso y leyendo medianamente el alfabeto cirílico, como es mi caso. Todo es difícil, todo es caro y todo es lento. Quizá mis años conviviendo con y combatiendo a la burocracia mexicana me sirvieron de aprendizaje. Sin duda debí también mis relativos éxitos de penetración en los archivos del MID -y en menor medida del Partido- al excepcional trabajo preparatorio que amigos de la Embajada de México en Moscú efectuaron a mi nombre, y a la enorme paciencia que tuvieron, presos, por así decirlo, entre dos fuegos: mi obsesiva persistencia, y la infinita terquedad de los funcionarios rusos.
Y luego, ya obtenidos los documentos, interviene la suerte. Como prenda, el siguiente botón. En una carta dirigida por Oleg Daroussenkov -el encargado del Partido Comunista de la URSS en Cuba- a sus superiores en Moscú, fechada en 1964, el amigo y profesor de ruso del Che narraba una de sus últimas conversaciones con el entonces Ministro de Industrias. El Che se lamentaba, como de costumbre, de la mala fama que poseía entre los funcionarios soviéticos: siempre acusado de pro-chino, conflictivo, soñador. Explicaba que en realidad él era sencillamente un ``amigo difícil (trudni drug) y no un títere, como Fidel''. Por fin, exclamé en silencio al revisar esta nota de conversación: la primera y única crítica explícita y directa de Guevara a Castro. En el acto, sin embargo, me asaltaron las dudas: por qué el Che pensaría eso de su jefe y por qué lo diría a un enviado de la URSS, por cercano que fuese. No confié en mi mediocre comprensión del idioma ruso y consulté; en efecto, eso quería decir la frase citada. Decidí entonces corroborar la interpretación con la máxima autoridad posible: el autor de la carta. Oleg Daroussenkov reside desde hace años en México, donde fue el último embajador de la Unión Soviética, después de lo cual se incorporó al sector privado mexicano. Establecí con él una fecunda relación de trabajo, de intercambio de documentos y de consultas estrechas; resultó sencillo hacerle llegar una copia de la carta retirada de los archivos del Partido Comunista de la URSS en Moscú y someterla a su escrutinio.
Daroussenkov rápidamente corrigió mi lectura. Su intención al redactar la nota era informar del sentimiento del Che. ``Yo, al igual que Fidel, soy un amigo difícil de la URSS, no un títere.'' Mi libro perdió una revelación sensacional, en apariencia bien documentada, pero ganó en precisión y seriedad. La fuente documental, de primera calidad, debió ser interrogada, ``trabajada'', procesada. La suerte quiso que Daroussenkov aún viviera y que pudiera ser consultado; no siempre es el caso.
La tercera y última fuente primaria que conviene destacar, consiste en las entrevistas o la historia oral que fue posible recopilar a lo largo de esta investigación. Insisto: no todo lo que brilla es oro, y no todo lo que dicen o escriben los protagonistas es cierto. Es indispensable trabajar sobre los testimonios, del mismo modo que se cuestiona un documento, una estadística o incluso una foto. Fue posible entrevistar a un gran número de personas para este libro: en Cuba, en Argentina, en Bolivia, en Moscú y en sitios muchos más extraños. Hasta donde resultó factible, todas las entrevistas fueron grabadas, aunque su reproducción en el libro sintetiza o condensa las palabras verbatim. En algunos casos, por distintos motivos, no fue posible grabar, pero la entrevista fue presenciada por un testigo: las notas cuentan con el respaldo de un tercero. En muy contados casos, no fue posible ni grabar ni contar con un testigo: la fuerza de la fuente descansa en la trayectoria del investigador, en las citas organizadas por terceros, y en la verosimilitud del testimonio ofrecido. Todas las entrevistas logradas para la elaboración de este libro eran igualmente factibles de obtener para cualquier otro investigador: bastaba buscarlas y contar con el apoyo institucional (editorial, universitario o político) pertinente. No hubo vías privilegiadas de acceso.
Una de las muy escasas entrevistas realizadas sin grabadora ni testigos tuvo lugar en La Habana, en enero de 1996. Creo que fue la única ocasión en que un personaje clave de la expedición del Che en Bolivia -Iván, el enlace urbano- accedió a contar parte de su historia. Más aún, en la totalidad de los relatos de la época, y en varias biografías posteriores del Che, ni siquiera se revelaba su identidad. Di con él en parte por casualidad, en parte por perseverancia. Cuando me fue confirmado el santo y seña de Renán Montero, un viejo cuadro de la seguridad cubana que ingresa a Nicaragua desde inicios de los años sesenta y que fungió como subjefe de la seguridad del Estado sandinista durante el decenio de los ochenta, decidí recurrir a algunas amistades habaneras bien informadas para encontrarlo. Primero obtuve una dirección en un barrio comercial de La Habana, cerca de un hospital conocido. Di con la casa indicada, pregunté por Montero, y fui informado de que en efecto ahí vivía, pero que estaba fuera. Podía esperarlo si así lo deseaba. En compañía de un amigo me instalé en la sala del personaje en cuestión, donde de nuevo me entró una duda: la estancia estaba repleta de artefactos y artesanías africanas, marfil y malaquita principalmente. En el currículum de Montero no había registro de una etapa en el çfrica. Al cabo de una hora, desistimos de nuestra espera, con la firme intención de volver. Esa tarde, gracias a la gestión de Norberto Fuentes, escritor cubano salido de Cuba en 1994 por obra y gracia de Gabriel García Márquez y de Carlos Salinas de Gortari, y que conoce a media humanidad en la capital de la isla, visité en una eleganteÊzona residencial a un ex jerarca de la contrainteligencia cubana, actualmente en desgracia pero aún activo y bien relacionado. La conversación giró en torno a las lagunas de la epopeya del Che, entre ellas el misterio de Montero: por qué salió de Bolivia en plena guerrilla, sin permiso ni instrucciones. Mi interlocutor me sugirió preguntárselo directamente al interesado; inquirí dónde lo podía encontrar: ``Aquí a la vuelta, chico'', me contestó. Partí de inmediato, y en la penumbra de las tardes cubanas pobladas de apagones me presenté con el individuo chaparro y correoso que abrió la puerta: ``¿Renán Montero? Mi nombre es Jorge Castañeda y quiero hablar contigo sobre el Che.'' El desconcierto del anfitrión fue tal que todos los años de trabajo conspirativo no le impidieron reconocer su identidad y darse por enterado de la mía. Platicamos un momento en el umbral de la casa, me dijo que tomaría mi petición en cuenta y que regresara al día siguiente. Lo hice; entretanto, él obviamente consultó con quien debía hacerlo y aceptó hablar conmigo. Además de muchas otras cosas, le pregunté -con evidente falta de tacto- por qué tenía dos casas; no respondió, pero supe después que en la otra habitaba su primo, Enrique Montero, hombre de todas las confianzas del tenebroso Barbarroja, Manuel Piñeyro. No sé si resolví en el libro el enigma del fantasmático Iván, pero pude en todo caso formarme mi propia opinión del personaje.
En los años venideros se abrirán nuevos archivos, hablaran nuevos testigos y aparecerán más escritos inéditos del Che. Siempre se corre el riesgo, al trabajar sobre la historia contemporánea, de ver rebatidas o rectificadas por fuentes anteriormente desconocidas las tesis que uno construyó con empeño y paciencia. Es la aventura de la historia, y el peligro de atreverse a postular ideas innovadoras, iconoclastas, incompletas y herejes tal vez. Pero ningún desmentido dentro de diez o veinte años me despojará del enorme placer de esta faena de orfebrería investigativa. Lo bailado no me lo quita nadie.