La Jornada Semanal, 7 de septiembre de 1997
¿Es verdad, como se lamentaba Bocaccio ante los efectos devastadores de la peste negra, que nadie sabe cómo se romperá el hilo frágil del que pende nuestra existencia? Podemos morir fulminados por un rayo, aplastados por el choque de un meteorito, o irradiados por la explosión de una supernova. ¿Para qué seguir aumentando la escala de las catástrofes cósmicas? Como saben las compañías de seguros, es mucho más probable que perdamos la vida por un ataque cardiaco, un cáncer galopante, una peritonitis mal diagnosticada, o asesinados en un atraco violento. De todas formas, no estamos inertes ante el azar. Es posible morir atropellado, pero la probabilidad de que ello ocurra será menor para todos si los conductores y los peatones obedecen los reglamentos de tránsito y se comportan en forma responsable. No podemos predecir los temblores, pero nuestros edificios serán más seguros si se construyen siguiendo la reglamentación antisísmica, si tienen salidas de emergencia, y si aprendemos a controlar el pánico individual y colectivoÊante una situación de emergencia.
Fatalistas, los mexicanos decimos ``de que te toca, te toca''. Pero es una verdad a medias, porque uno puede evitar ponerse en el tocadero. Es posible morir de una cornada, pero el riesgo aumentará si me aviento como espontáneo a un ruedo, o si por hacerle caso a Hemingway me voy a Pamplona a correr delanteÊde los toros de lidia. De cualquier manera, el azar puede seguir caminos misteriosos. Hace años, un grupo de amigos de la Facultad de Ciencias vimos con sorpresa cómo el coche en que viajábamos era rebasado por una vaca que corría por el carril de alta velocidad en la Avenida Insurgentes, más o menos frente al Estadio Olímpico. La vaca se perdió en la lluvia, y pocos minutos después fue seguida por tres jóvenes que la perseguían. Nunca volvimos a saber de la vaca, ni supimos qué hacía corriendo por allí. Pero si uno de nosotros se le hubiera interpuesto, hubiera podido ser corneado en un lugar tan improbable como Insurgentes Sur.
``Un golpe de dados no abolirá el azar'', decía Mallarmé -pero no olvidemos que hay maneras de aminorar el impacto. Gracias a la vigilancia extrema que se ejerce en forma ejemplar desde hace años sobre nuestros bancos de sangre, se ha abatido en forma drástica el peligro (es decir, la probabilidad) de adquirir el virus del sida en una transfusión (me consta). Por supuesto que ProVida tiene razón cuando afirma que los condones se pueden romper (también me consta), pero la forma de reducir la probabilidad de que ello ocurra no es, como pretende el señor JorgeÊSerrano Limón, limitando su venta o demandando penalmente a la Secretaría de Salud y a Conasida por recomendar su uso como medida profiláctica, sino enseñando a todos (pero sobre todo a los adolescentes y jóvenes) a utilizarlos en forma correcta. Por supuesto que esta conclusión es inaceptable para ProVida y sus seguidores. Después de todo, los argumentos que ellos esgrimen en contra del condón no son de naturaleza técnica, sino ideológica. No les interesan ni la resistencia del látex ni la evolución de los retrovirus, sino que les asusta el disfrute gozoso de la sexualidad.
Es cierto, como afirma ProVida, que la abstinencia sexual y la fidelidad conyugal son formas espléndidas de evitar el contagio (por vía sexual) del virus de la inmunodeficiencia humana. Pero ¿cuántos las pueden ejercer en forma absoluta? Como escribió hace algunos años Jason Berry en su libro Lead us not into Temptation, la Iglesia católica estadunidense se ha visto sacudida por un gran número de escándalos de pedofilia y abuso sexual protagonizados por sacerdotes y hasta uno que otro obispo. Sería injusto echarle en cara estos casos a ProVida y sus seguidores. Después de todo, como reconoció el papa Juan Pablo II en la carta pastoral que dirigió el 11 de junio de 1993 a los obispos estadunidenses, el que estos abusos tengan lugar constituye una tragedia sobre todo para quienes fueron víctimas de ellos, pero también para los creyentes, para la Iglesia y para la sociedad entera. Pero es una tragedia reveladora, porque estos abusos han sido cometidos por adultos que empujados por motivos religiosos profundos hicieron en forma voluntaria votos de castidad -que no pudieron respetar. ``Oh infierno'', dice Hamlet cuando le reclama a la reina Gertrudis la pasión que siente por su segundo marido, ``no clames oprobio cuando la castidad sea para la juventud como la cera, puesto que el mismo hielo se inflama tan vivamente''. No dudo que existan jóvenes que practiquen gustosos la abstinencia y la monogamia -pero absolutamente todas las evidencias demuestran que constituyen una minoría. ¿Para qué seguirnos engañando?
En 1940 la Warner Brothers estrenó La bala mágica del Dr. Ehrlich, una biografía del médico alemán que encontró en el salvarsan un arma contra la sífilis, y a quien se considera como uno de los fundadores de la inmunología. La película fue protagonizada por Edward G. Robinson, el mejor gángster de todos los tiempos, quien aparece enfundado en una bata blanca que no le da porte de médico sino de criminal de aspecto científico. Erguido a todo lo que daba (que no era mucho), moviendo apenas sus grandes labios de batracio, Robinson/Ehrlich musita categórico: ``Si lo que queremosÊes que las enfermedades venéreas sigan prosperando, callemos entonces. Si lo que deseamos es que nuestros jóvenes se sigan infectando, mantengámonos callados. Completamente callados. El silencio y la hipocresía seguirán siendo los mejores aliados de la sífilis.'' Mientras más hablemos del sida, del uso correcto del condón y del sexo seguro, mejor. Como demuestran las estadísticas, los jóvenes son un grupo especialmente vulnerable ante el sida. Se trata, simple y llanamente, de un problema de salud pública y bienestar social que no puede depender de los caprichos conservadores de un grupo reducido como ProVida, que no se representa sino a sí mismo. Como escribió en alguna ocasión Pasteur (que era químico): ``si yo tuviera el honor de ser médico, no dudaría en hacer todo, absolutamente todo lo que estuviera de mi parte en evitar el contagio y la proliferación de los gérmenes: esa es la única forma cristiana de controlar el desarrollo de las enfermedades infecciosas y los males sociales que traen consigo''. Lo cual, a pesar de ser evidente, vale la pena volver a repetir una y otra vez.