La Jornada Semanal, 7 de septiembre de 1997
Mauricio Molina es autor de la novela Tiempo lunar, del libro de ensayos Años luz y del volumen de relatos Mantis religiosa.
...but you're innocent when you dream...
Tom Waits
Nota
Contar sueños no es tarea fácil: se juega en ellos la propia intimidad y la sensación de que se está haciendo algo de una gravedad extrema. Sin embargo, existen sueños que por su estructura e intensidad parecen reclamar su estatus de narraciones cuidadosamente planeadas. Sé que aquí me meto en un territorio sumamente resbaloso: el psicoanálisis y la psicología se apropian del material onírico de cualquier persona, de la misma forma en que tecnócratas y politólogos hacen de la vida social un saber esotérico sólo para iniciados (por fortuna el pasado 6 de julio la gente se hizo cargo de su propio derecho a la política y al sueño).
Venturosamente, el sueño es democrático y más antiguo que el psicoanálisis, y sin duda seguirá existiendo una vez que éste se haya extinguido. Resulta odioso que el nombre de Freud se use para justificar uno de los negocios más florecientes del siglo XX: nuestros sueños se han convertido en rehenes de analistas inescrupulosos, de la misma forma en que nuestros destinos lo han sido de los charlatanes de la astrología y la cartomancia, disciplinas que por su antigüedad resultan tanto o más respetables que el culto a Diván el Terrible o Diván el Divino, según se vea.
En su estupendo libro La naturaleza de los sueños (Era, 1995), Hugo Hiriart señala que los sueños son hipótesis, conjeturas, realidades alternativas. Esto lo relacionaría con los fractales y la geometría del Caos, que estudia las formas de las piedras o la arquitectura de las nubes. Los sueños, con su rara estructura, a veces se asemejan a este tipo de fascinantes armonías.
Los tres sueños que exhibo a continuación datan de épocas muy separadas entre sí. Entre el primero y el último median seis años, y en dos de ellos aparece la ambigua figura paternal de Borges. En el segundo se manifiesta el ámbito del judaísmo y, sobre todo, el estilo sentencioso de los textos talmúdicos.
No he elegido estos sueños: se me han revelado para que los cuente. En ellos encuentro una rara simetría fractal, un juego de anticipaciones y coincidencias. He intentado ser fiel a la materia prima, aunque las palabras destacan ciertos detalles y ayudan a completar la atmósfera. Lo único que busco es que el lector obtenga de estos sueños un poco del humor, del terror y de la poesía que obtuve al regresar de ellos.
1. Sueño de las lolitas
De un modo mágico me encontré de nuevo en la preparatoria. Estaba escondido en la intendencia, entre las escobas y los trapeadores con que se hacía el aseo en el plantel. Estaba con dos adolescentes idénticas, sumergido en una especie de ménage trois. Las dos me abrazaban y me besaban. Yo tocaba a manos llenas y temblorosas sus cuerpos calientes, extraños, inquietantes. El hecho de que fueran exactamente iguales es de una relevancia extrema y ahora veremos la razón:
Nos estaban buscando. Teníamos que darnos prisa, pero las idénticas se tomaban su tiempo. Yo, por supuesto, me dejaba hacer, pero un terror creciente me invadía. Nos buscaban dos prefectos. Ambos eran Borges (sí señor, tal y como lo leyeron: los dos eran Borges), estaban vestidos con pants y tenis, y eran calvos, crueles, mofletudos y regordetes. Atravesaban patios y corredores, subían escaleras y abrían las puertas de los salones mientras yo acariciaba los rosados e incipientes senos de las lolitas. Sentía un placer tremendo y al mismo tiempo un miedo terrible de ser descubierto.
Desperté de pronto, y fue como si se hubiera ido la luz a la mitad de una película de erotismo en suspenso.
2. Una pesadilla talmúdica
Llovía una sustancia gris, pesada, oleaginosa, que manchaba mi gabardina. Llegué hasta una especie de garage donde un grupo de agentes de la policía torturaba prisioneros. Los presos estaban amarrados a pequeñas sillas de madera mientras recibían golpes, toques eléctricos e insultos. Todos estaban vendados y amordazados. Cada torturador, cuando se detenía a descansar, inhalaba pequeñas cantidades de cocaína distribuidas en cientos de líneas sobre una mesa de madera pintada de verde y descascarada. Un grupo de fotógrafos tomaba instantáneas, los flashes iluminaban la lluvia negra.
La calle estaba completamente excavada. El subsuelo se componía de una tierra negra, aceitosa, semejante a la plastilina, de la que sobresalían pedazos de herrería, ropa, zapatos, cristales, muebles aplastados.
Por fin, llegué hasta una casa de puertas de madera y vidrios rotos. En el patio, un grupo de rabinos escrutaba las herrumbrosas páginas del Talmud y la Torah y repetía interminablemente sus oscuras frases en hebreo. Vestidos con los típicos sombreros y mantones y las delgadas trencitas que caían a los lados de su rostro, aquellos hombres parecían hongos. Las sillas en las que rezaban eran las mismas que usaba la policía para torturar a los presos. Sabía que aquella oración era una forma de mantener girando al mundo, y que el temor era lo que los hacía seguirlo haciendo.
Me aproximé al rabino que parecía menos hostil y más distraído de su lectura, y me dijo:
-Afortunado es el que teme en esta hora.
Después de un breve silencio repliqué en tono burlón:
-Aún más afortunado es el que teme toda su vida.
El rabino se quedó callado y me arrojó una profunda y distante mirada. Después de un largo silencio, respondió conclusivamente:
-Sin embargo, eternamente venturoso es el que teme siempre.
Me quedé callado sin saber qué responderle. La espesa lluvia no cesaba. El pelo se había pegado a mi rostro, impregnado de aquel aceiteÊenfermo que caía del cielo.
Finalmente, salí de aquel lugar pensando que el rabino tenía razón: venturoso es el que teme siempre. Ya en la calle, vi a un voceador que vendía el periódico. En la primera plana estaba yo, de pie, frente al cobertizo donde la policía torturaba prisioneros. Una vaga expresión de terror y sorpresa se reflejaba en mis ojos.
3. Sueño del cráter musgoso
Caminaba por las orillas de un lago. A lo lejos, veía una imponente ciudad de elevados rascacielos y modernas construcciones. Podía ser Nueva York o Buenos Aires. La bruma del crepúsculo iluminaba todo con una incandescencia color malva.
Un hombre oscuro caminaba frente a mí, conduciéndome por un parque poblado de altos árboles ribereños. Era un hombre vestido de negro, con un sombrero un poco más grande de lo normal. Yo sabía que era Borges y que me llevaba hacia un lugar muy especial. Pensé en un panteón, podía ser la Recoleta o un cementerio judío. Todo era extrañamente concreto, de una solidez y claridad extraordinarias. Después de una pequeña caminata, llegamos por fin hasta una enorme puerta. Pronto comprendí que bajo la oscuridad del traje y del sombrero del hombre que me conducía, no había nada: Borges no era más que una sombra.
-Este es mi lugar secreto. Aquí me refugio de todos y de todo -me dijo su voz sin voltear a verme. Del bolsillo de su saco extrajo un manojo de llaves y abrió las hojas del enorme portón de herrumbroso metal verde.
Entramos. Era un jardín pequeño, hundido, un cráter tapizado de sedoso musgo que acariciaba los ojos. Aquí y allá, había bancas oxidadas y también piedras talladas con caracteres y figuras que parecían prehispánicas, todas ellas redondas, ovulares, semejantes a meteoritos. Estrellas fugaces cruzaban el cielo del anochecer. El lugar era tranquilo y silencioso como un santuario. Una calma y una tranquilidad intensas me inundaron al pisar el suave musgo. Estaba descalzo.
Sin darse vuelta, con la voz de un profeta o de un sacerdote, la sombra de Borges levantó la mano y escuché sus palabras más allá de su sombrero y de su traje oscuro. Era una sentencia, una frase que terminó con el sueño:
-Nada ha sido. El pasado, como el futuro, se adivinan.