Willamina Fleming encaminó sus pasos a la oficina del director. Desde 1881 había trabajado en el Observatorio de Harvard y pensó que ya era hora de que la situación cambiara. Armándose de valor llamó a la puerta:
--¡Pasen! --gritó Edward Pickering del otro lado.
--Buenas tardes, señor. Lo vengo a ver porque necesito que me aumente el sueldo.
--¡Cómo, señora Fleming! su pago es excelente comparado con lo que ganan las mujeres en otras partes.
--Pero es que yo trabajo lo mismo, o más, que cualquier hombre en este Observatorio.
--Lo sé, pero el hecho es que usted es mujer, ¿o no? --dijo cínicamente Pickering.
--Señor --dijo Willamina, ignorando el comentario-- llevo aquí 18 años, he identificado siete novas y he trabajado arduamente en la elaboración del Catálogo de Espectro Solar, ¿por qué gano la mitad que mis compañeros?
--Pues porque usted es mujer -volvió a decir Pickering acentuando las palabras, como si ella tuviera dificultades para entender.
--Pero es que yo soy el único sostén de mis hijos, yo no tengo un esposo que me mantenga.
--Ese es un asunto personal, señora Fleming --dijo Pickering, y dándole a entender que la plática había terminado, volvió a la lectura que había dejado pendiente.
Willamina salió de ahí indignada. Por un momento estuvo a punto de perder los estribos, ¡que se quedara Pickering con su trabajo! a ver si alguno de los ayudantes varones lograba superar sus logros. Sin embargo, se detuvo a tiempo. En realidad a ella le apasionaba observar el cielo; el descubrimiento de las novas y la elaboración de aquel catálogo tan útil en astrofísica le habían producido grandes satisfacciones. Además, por desgracia, Pickering tenía razón en una cosa: en ningún lugar pagaban lo justo a las mujeres en aquellas épocas --supuestamente ilustradas-- de finales de siglo.