Javier Flores
Originalidad, el desafío

Hace algunas semanas, con la presentación que hiciera el Conacyt de sus datos sobre el estado actual de la ciencia y la tecnología mexicanas, surgió de nueva cuenta la preocupación sobre la escasa participación privada en el financiamiento de estas actividades. Para nadie es un secreto que esta es una de las imágenes más reiterativas que, desde hace por lo menos tres décadas, nos ofrece la adminictración pública de la ciencia, a pesar de que sus esfuerzos principales se han dirigido a perseguir esa participación.

Lo infructuoso de esa tarea se debe a que las condiciones en las que se desarrolla la ciencia en México son completamente distintas a las que se presentan en otras naciones. Hasta ahora nos hemos guiado por un espejismo que nos grita que para el avance de la ciencia en México debe seguirse, tal cual, el camino trazado por los países industrializados en los que la inversión privada en investigación y desarrollo es equivalente o superior a la que proviene de las fuentes gubernamentales. En los hechos, más que espejismos, lo que la realidad nos está gritando es que esto en México no es así.

Quizá lo que deberíamos pensar es que lo más conveniente es eliminar esa enorme capacidad de emulación que nos ha caracterizado y buscar caminos propios para el desarrollo del conocimiento. Defender la ruta de la imitación por el argumento de que la estructura del financiamiento de las naciones industrializadas ha probado su efectividad, además de desconocer las diferencias propias de cada país, representa un duro revés a la originalidad como un componente esencial del avance de la ciencia. No puede haber tal progreso si no se coloca a uno de los valores centrales del trabajo científico, la originalidad, en el sitio preponderante que le corresponde. No es posible asumir una actitud esquizofrénica en la que se persigue la originalidad a la hora de crear conocimientos y se abandona en el momento en el que tenemos que guiar el desarrollo de nuestra ciencia.

La magnitud de la participación privada en México no se conoce con precisión pero las estimaciones han ido del 10 hasta un muy optimista 30 por ciento, dependiendo del manejo de las cifras que en algunas épocas no han estado exentas de franca manipulación. El rango tan amplio induce a la desconfianza aunque algo en lo que todo mundo coincide, es en su pequeñez. Las causas son de sobra conocidas, tiene que ver con los defectos estructurales del aparato productivo cuya dependencia en los campos del conocimiento y la tecnología ha sido demostrada y estudiada hasta la saciedad desde los tiempos de Miguel S. Wionczeck. El financiamiento de los particulares es escaso y avanza de modo muy lento. La pregunta es si la ciencia debe quedarse esperando a que se logre la ansiada participación privada o si debe emprender por su lado sus propias rutas.

Además, las características del financiamiento de la ciencia en México nos da algunas ventajas --si, ventajas-- que debemos saber aprovechar. En los países del Primer Mundo las dos fuentes principales de financiamiento durante este siglo han sido la militar y la privada que han conducido a grandes adelantos pero también producen serias distorsiones en la naturaleza y fines de la ciencia.

La investigación militar y la dirigida a la competencia industrial y comercial resultan privilegiadas frente a la orientada hacia el bienestar y el avance general del conocimiento. Los valores en juego son muy claros, la destrucción y el dinero como motores del progreso científico. Así han estado las cosas ¿a eso es a lo que aspiramos?

Bienestar y avance general del conocimiento, para muchos puro idealismo, pero mejor que estar de imitadores y fuera de nuestra realidad. Además, es difícil afirmar que estos fines no tengan articulación con una finalidad social o productiva. Su impacto potencial en áreas como la salud y la educación son incuestionables y sus efectos económicos, aunque indirectos, nada desdeñables. Por este camino es por el que se puede ir creando una idea propia para nuestro desarrollo científico, sin despreciar lo que lentamente vaya creciendo la aportación de los particulares.