!Vaya forma de celebrar los cien años del descubrimiento del mosquito anopheles como agente transmisor del paludismo! Sir Ronald Ross, al encontrar el 20 de agosto de 1897 al mosquito como el enemigo a vencer, pensó que la erradicación del paludismo sería asunto de pocos años. Sin embargo, un siglo después el impacto de la infección sigue en aumento. Por ejemplo, si a partir de 1981 el sida ha provocado 2.5 millones de muertes, en el mismo periodo el paludismo ha sido responsable de 20 a 40 millones de decesos. Cada año, según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), ocurren entre 1.5 y 2.7 millones de defunciones a consecuencia del paludismo, sobre todo niños. Entre 300 y 500 millones de seres humanos sufren las consecuencias de la infección, y un tercio de la humanidad vive en zonas de riesgo de contraerla. Si bien nueve de cada diez casos de muerte ocurren en países africanos al sur del Sahara, América Latina tiene una cuota importante de infecciones palúdicas: entre cuatro a diez millones al año.
Ante esta situación, este año se han iniciado acciones sin precedentes. Por un lado, el Banco Mundial y la OMS están explorando la posibilidad de establecer un programa de control de 30 años de duración. Por otro, un conjunto de biólogos moleculares ha iniciado un proyecto multinacional para secuenciar el genoma del parásito productor de la forma más grave de la enfermedad, el Plasmodium falciparum. A su vez, investigadores de varios países emitieron en abril de 1997 en Dakar, Senegal, un desesperado llamado a la comunidad científica internacional para destacar el problema del incremento del paludismo.
Los expertos tienen opiniones encontradas. Los ``sociócratas'' insisten en que el paludismo es una enfermedad social y que sólo se controlará con mejoras sustanciales en el nivel de vida de las poblaciones afectadas. Los ``tecnócratas moleculares'' insisten en la promesa incumplida de una vacuna, anunciada con bombo y platillo desde hace décadas. Los ``tecnócratas no moleculares'' ofrecen mosquiteros para cama impregnados con nuevos insecticidas que impiden la picadura de los mosquitos.
El desarrollo de medicamentos para tratar el paludismo ha dado pocos resultados, sobre todo por la falta de interés de los grandes consorcios farmacéuticos, para quienes los problemas de los pobres son mal negocio. El único medicamento nuevo fue descubierto hace casi 30 años por científicos chinos: la artemisina, descubierta al analizar los componentes de un remedio de la herbolaria tradicional de su país, el qinghaosu. A pesar de grandes expectativas, para el tratamiento de los casos graves de paludismo resistentes a la cloroquina, los derivados de la artemisina son tan efectivos como el medicamento tradicional, la quinina, pero no más.
La historia reciente de las vacunas es más interesante. En 1988 el inmunólogo colombiano Manuel Patarroyo asombró al mundo científico al publicar los resultados positivos de la primera vacuna sintética contra el paludismo desarrollada contra las formas sanguíneas del parásito. Muchos colegas en los países industrializados palidecieron de envidia por este aparente éxito con el que un grupo latinoamericano tomaba la delantera.
Lamentablemente, a medida que la eficacia de la vacuna colombiana ha sido analizada en áreas en las que el paludismo es endémico y se emplean metodologías más sofisticadas para evaluar su efectividad, el gozo se ha ido al pozo. En 1993 las pruebas realizadas en Colombia revelaron una efectividad del 39 por ciento.
La cifra disminuyó para el año siguiente en un estudio realizado en Tanzania, donde se obtuvo el 31 por ciento de efectividad. Si bien un nuevo estudio en América Latina volvió a mostrar efectividad de 35 por ciento en 1995, una prueba en Gambia dio como resultado 8 por ciento. La puntilla vino en 1996, con un estudio realizado por la Armada Norteamericana en Tailandia: la vacuna no ofreció protección alguna, a pesar de lo cual Patarroyo y sus seguidores no se han dado por vencidos. Aun cuando se compruebe definitivamente que la vacuna colombiana no es eficaz, su desarrollo ha sido de enorme utilidad, porque demostró por vez primera la posibilidad de elaborar una vacuna sintética contra una infección producida por un protozoario.
Otros grupos han concentrado su interés en vacunas contra la forma infectante del plasmodio. Desde los años 70 se demostró que sujetos expuestos a picaduras repetidas de un gran número de mosquitos irradiados e infectados, desarrollaban protección. En enero de 1997 un grupo de investigadores del Instituto Walter Reed de la Armada Norteamericana y de los laboratorios Smith Kline Beecham anunciaron haber obtenido excelentes resultados. Seis de siete voluntarios que recibieron una vacuna sintética resultaron inmunes al paludismo. La vacuna contiene la proteína de la cubierta del parásito, junto con un antígeno de la superficie del virus de la hepatitis B. La clave del éxito fue el empleo de un adyuvante, sustancia que aumenta el poder antigénico del antígeno. Por cierto, la naturaleza del adyuvante no fue revelada, lo que ya ha ocasionado protestas en la comunidad científica. Queda por demostrar la eficacia de esta vacuna norteamericana en poblaciones que viven en áreas donde el paludismo es endémico, en las que los niveles de transmisión son elevados y prevalecen múltiples variantes del parásito. Este éxito reciente ha venido a reanimar las esperanzas de obtener una vacuna efectiva. Los expertos consideran, sin embargo, que la vacuna realmente exitosa deberá ser polivalente; es decir, que produzca respuesta inmune contra las diferentes fases de ciclo de vida del plasmodio.
Por lo pronto, a cien años del descubrimiento de Ross, a medida que aumenta la resistencia a los antipalúdicos y que los mosquitos pierden su sensibilidad a los insecticidas, la humanidad se encuentra sin nuevos medicamentos y sin vacunas eficaces. ¿Y el paludismo?... ¡bien, gracias!