José Cueli
El enigma de Diana

Singular mujer Diana; fue la joya del pueblo inglés, con sus encantadoras miradas, ingenuas sonrisas y la raza en el alma. Atributos con los que jugaba en medio del rígido comportamiento de la familia real, a la que desbordó. Jugueteo que le permitía que la vida se intensificará y la ternura que emanaba de su cuerpo --vestida de melancólicos matices-- embriagará al mundo y escondiera sus dolores y angustias, en la misma forma que los esconden los desposeídos, que se identificaron con ella.

Diana, imagen en movimiento que nos dejaba asomarnos a sus ojos como moras, turbadores del silencio. Deliciosa mirada cargada de misteriosa sexualidad, donde la canción de Plata pop, de Elton John, semejaba los trinos de escondidos ruiseñores en la llama del viento vuelta rosa de Inglaterra. La emoción gustada de los momentos fugaces. Esos que conformaron la vida de la reina de los ingleses. La que se fue entre sonrisas y la presión de sus enemigos, los paparazzi --máscaras del imperio británico--, que trataban de someterla y desdibujarle la coquetería que sedujo al mundo.

Cuando el espíritu de Diana se dilataba, el ser todo, parecía abrirse a una mayor ponderación de goces entrevistos. Los pálpitos de la piel se aceleraban y la sangre ardía. Viéndola destacarse (trabajando con los miserables y sidosos) sobre las abadías y palacios londinenses, cuyas piedras enrojecían el crepúsculo y pintaban la diabólica ensoñación de placeres desconocidos en sueños conducidos por la magia de la Reina de corazones, su sencillez encantadora, naturalidad humana, muy humana.

Miradas celestes que se perdían en otras miradas de nacimientos impreciso. Leyenda de la princesa popular que derrumbó a la corona británica gracias a la incomparable hermosura de una augusta magnificencia, aunada a la muerte prematura en pleno triunfo. Así desaparece Diana, rodeada del fervor mundial. Morirse en plena juventud, en el cenit de la belleza, tocada por un designio trágico, que era lo último que le faltaba: el enigma de lo desaparecido, que la inmortalizará.

Diana ha detenido en una milésima de segundo, al morir, el pulso del mundo. Se llevó los secretos de su fuerza magnética en cuerpo tan frágil, débil personalidad e inteligencia simple; sólo la elegancia de sus andares y gestos enmarcados de miradas centellantes, síntesis de la poesía inglesa que heredó, sedujo al mundo que la llora sintiéndose arrullado por la alegría de esta mujer excepcional que sacó de madre al imperio británico. En un estar y no estar que le ensanchaba el espíritu y llevaba a aspirar la potencia de vivir y cubrir ese vacío melancólico que la colocaba entre la vida-muerte.

En Diana me perdí para cubrir el aburrimiento de la tarde dominical, fría y lluviosa, en la que se lidió en la Plaza México una novillada de Carranco, acaramelada, mensona, sin fuerzas, con la que se desdibujaron los noveles matadores, dejándonos tener sueños imperiales con la deliciosa princesa.