Una vez más la ida y el regreso
y ahora la esperada
fatiga entre dos altas montañas
en un suelo de piedra
donde la sombra de repente
se queda mientras el cuerpo
se disuelve en el aire/ Así mirar
apartado la propia
sombra con ojos invisibles
y sonreír por ello mientras
la gente perpleja busca donde nada hay.
José Saramago, El año de 1993, (Lisboa, 1987).
En el zarandeo de la Flecha, Raymundo duda que la carretera esté asfaltada, aunque se supone. Es la más importante del estado, y está hecha un queso gruyere. ``¿Quién mantendrá a los del mantenimiento'' --se pregunta, con envidia. ``Ese trabajo me gustaría: me pagan, no hago nada, y me vuelven a pagar''.
Del ciego a la negra, con el puente de su amigo intempestivo, la visita al campo lo dejó sí que rabón, como trompo chillador y en columpio. Una sensación de vértigo que desde chavo le ha producido un gusto quizás perverso, cuando era ducho con el trompo, sabía columpiarlo en el hilo. Vago desde la primera mocedad, el hoy mosca de billar en su primaria fue campeón de dormir el yo-yo. De que tiene pulso, tiene. Es cuestión de echar el lente a sus graffiti. Pero aquí la muñeca no sirve, porque el pulso se le agita en el cerebro, le exige un esfuerzo de interpretación y memoria, donde ni haberle sabido a las canicas, el tacón y la rayuela ayuda para maldita la cosa.
``¿Será el espíritu, carajo?'', se pregunta cuando ya va de pasajero.
¿El qué?
...
--El año que sabía a miel no es el mismo que el año que sabía a sangre --discurre absurdamente Carmela al quinto trago del brebaje verde que sabe a tierra. También a Jacinto se ve que le gusta, y le suelta la lengua. Raymundo es el único que queda hecho una oreja.
--El año que sabía lo que iba a pasar no era éste --confía Jacinto a Carmela, como rindiéndole cuentas. Anochece, hasta lo más oscuro. Una vela. No hay viento. Un arrullo los saltos de la conversación.
El incendio de la luna vuelve visible de nuevo a Carmela. Luce en el alto contraste de la plata. Su carne negra está blanca y llena. Charolea. Jacinto se levanta. Hay un trance de rayos entre ellos. Se acomoda en la hamaca, repega sus nalgas a las nalgas de Carmela. A Raymundo le parece que ronronean. Le parecen hechos de agua blanca.
Jugueteando con la trama de la hamaca, en un no sé si reproche o reconocimiento, Jacinto dice a Carmela:
--Qué se me hace. Qué se me hace que nomás me estás llevando a descubrir el hilo negro.
--¿Te crees tú que se trata de otra cosa, barbarito? --replica ella y prorrumpe en un canto de cuna con sangre de son:
Cuando Juanica y Chan Chan
en el mar cernían arena
como sacudía el ``jibe''
a Chan Chan le daba pena
Sea cual sea su pasado, ahora Carmela sólo sabe del mundo a través de un oasis, nada del otro mundo, en ninguna parte de este mundo jodido.
--Así es la verdá, criatura. Normalita. No tiene nada especial. Ten tu hilo negro --y le da un manotazo en la nuca que hace reír a Jacinto. Y por aparentar que entiende, también Raymundo escupe un ja-ja parecido al hipo.
--Don Chío pregunta por ti, pero ya no quiere venir. Las piernas. Que por qué no vas tú --dice Jacinto.
--Me gustaría verlo --dice Carmela.
--A él más le gustaría verte --dice Jacinto.
Entonces Raymundo, solito, suelta sonora carcajada que, ante el grave silencio de los otros, se traga estornudando. Se equivocó de chiste.
--El año que sabía que iba a venir no vino. Perdió su oportunidad, pero empezó a saber cosas que no sabemos. Se hizo viejo. Ya no necesita de esto --dice Carmela y alza del suelo al pie de la hamaca una botella verde.
Jacinto se incorpora y va a apoyarse a un pilar inútil del que cuelgan macetas. Prende un cigarro Tigres de cajetilla amarilla.
--Tuve un sueño de él --dice Carmela, como si fuera lo más normal soñar los sueños de otras personas.
(Próximo lunes: Ultimo sueño y fin de la serie El año que sabía.)
Nota: El son Chan Chan fue compuesto por Francisco Ripaldo a sus 89 años del siglo, hace poco.