Si hace un año el presidente Ernesto Zedillo habló de ``la fuerza del Estado'' como un recurso que podría ser usado en contra de la disidencia, hoy se manifiestan profundos y positivos cambios en el clima político cuando convoca a un diálogo plural para que México cuente ``no sólo con una política de gobierno, sino con una política de Estado para alcanzar el crecimiento económico'' (tercer Informe de gobierno del presidente Ernesto Zedillo, La Jornada, 2/IX/97).
Este es un paso importante en el camino lento y difícil de consolidación de la democracia mexicana, porque el tema toca dos cuestiones que han significado un obstáculo para el desarrollo político y económico del país: la falta de una legitimidad profunda de la normatividad y de los gobernantes, en la medida en que no se han respetado muchas de las normas constitucionales; y la falta de continuidad en cualquier tipo de política pública, en la medida en que el presidencialismo ha llevado a inventar los programas de gobierno, los objetivos, las lealtades políticas cada seis años.
No solamente en relación a la economía, sino en muchos otros aspectos, las políticas públicas no pueden limitarse a un sexenio, dado que los tiempos para consolidar avances y concluir ciclos de desarrollo son mucho más largos, en educación, en políticas de población, en políticas sociales, en comunicaciones, en desarrollo tecnológico, en fin casi todas las cuestiones que tienen que ver con el futuro de un país. El presidencialismo en México ha dado por resultado no sólo la enorme concentración del poder en una persona, sin ningún tipo de contrapeso efectivo por parte de otras instituciones, sino que los ciclos sexenales han sido inevitables porque cada Presidente ha reordenado los programas de gobierno a su voluntad, siempre con la idea de que sus proyectos serán mejores, pero además estarán vinculados a grupos de interés donde los políticos, los líderes sociales y los empresarios tendrán nuevas oportunidades de promoverse en un contexto distinto de lealtades y compromisos. Por eso tampoco tienen continuidad las inversiones privadas, porque en cada sexenio los empresarios deben analizar sus oportunidades en el concierto de intereses que se tejen alrededor de las políticas públicas y de los dirigentes cercanos a la figura presidencial.
Si en la administración pública el presidencialismo ha dado por resultado el ``espejismo de un progreso fácil y pronto'', como ha dicho Zedillo, en la iniciativa privada se han favorecido las inversiones recuperables a corto plazo con una lógica más orientada a la obtención fácil de ganancias que a la consolidación de proyectos productivos a largo plazo. Dicho sea de paso, habría que analizar con mayor detenimiento cuál es la diferencia de fondo entre el Pronasol y el Procampo, del periodo salinista, y el Progresa de este sexenio. ¿Se justifica el cambio de nombre, de objetivos y el abandono de los proyectos anteriores?
Pero ese es otro capítulo. Por ahora me limito a enfatizar la gran significación que tendría, para todo el país, el paso de una ``política de gobierno'' que decide el poder Ejecutivo a su voluntad, a una política de Estado, si esto realmente significa el diálogo de todas las fuerzas sociales y políticas actuantes en este momento, en primer lugar los partidos representados en el Congreso, pero también de la sociedad civil organizada que tiene derecho, cuando menos a ser escuchada. Si realmente se produce un debate de la política económica incluyente, donde se respeten los mecanismos legales para que el Congreso tome las decisiones pertinentes, pero se atienda a todas las voces de la sociedad, con la disposición de todas las partes (incluyendo la del poder Ejecutivo) para escuchar opiniones y buscar nuevas estrategias a partir de un análisis objetivo, con datos en la mano, de las alternativas existentes, entonces se habrán dado los primeros pasos para romper el ciclo de las crisis sexenales y sentar las bases para una normatividad que goce de legitimidad suficiente a fin de que los ciudadanos la respeten por propia convicción.