La Jornada jueves 11 de septiembre de 1997

Carlos Fuentes
Teodoro Césarman

Hay dos clases de orgullo en el mundo. Uno, la hubris de los griegos, es causa de ruina y merecería, más bien, el nombre de soberbia. Su pecado es su aislamiento. En cambio, hay otro orgullo que se comparte y éste es el orgullo que encarnó el doctor Teodoro Césarman. El orgullo de ser médico. El orgullo de ser ciudadano. El orgullo de ser amigo. El orgullo de ser padre. El orgullo de ser marido. Su muerte nos recuerda que todos aquellos a los que tocó con su orgullo nos sentimos, a la vez, orgullosos de él. Orgullosos sus hijos de serlo. Orgullosos sus amigos. Orgullosa su mujer, Josele. Orgullosos los ciudadanos a los que representó en el Consejo de la Ciudad.

¿Por qué ese orgullo de ser Teodoro Césarman, por qué ese orgullo de ser amigos de Teodoro Césarman? Porque a lo largo de los años, uno, el orgullo de ser sus amigos, se identificó totalmente con el otro, el orgullo de ser Césarman. Sin el cariño de sus amigos, Césarman no hubiese sido quien fue. Pero nosotros, sus amigos, tampoco habríamos sido ``nosotros'' sin Teodoro. Tal era la intensidad de la relación con él, su ciencia de médico acompañada de su intuición de amigo, su conciencia de ciudadano acompañada de su inteligencia apasionada por los asuntos del país y de la ciudad.

En Teodoro Césarman, quiero decir, ningún atributo aparecía aislado, solitario, sin la compañía de otra virtud que potenciaba la primera. Era un gran médico porque conocía a sus pacientes y conocía a éstos porque conocía los deseos, las memorias, las insatisfacciones y las plenitudes de quienes cruzaban el umbral de su consultorio y a la vez, poseía este conocimiento íntimo y afectuoso de la interioridad humana porque situaba a las personas en un contexto riquísimo de aspiración, de trabajo, de aportación, grande o pequeña, al bienestar de todos. Fue, por todo esto, ejemplar como profesionista y como ciudadano. Nos enriqueció a todos con su sabiduría, su atención, su humor en la adversidad, su gravedad en el goce, su seriedad espiritual, que eran parte de su herencia judía, tan vibrante y compartible con su comunidad mexicana.

El primer ejemplar de un nuevo libro mío era siempre para él. A la semana, sentados para comer en Bellinghausen, ya tenía yo la respuesta exacta, crítica, afectuosa, constructiva, sin complacencia, pero espuela para el siguiente esfuerzo. Voy a sentirme muy solo sin él.

Teodoro Césarman merece bien de nuestro país. Fue generoso en todas sus manifestaciones públicas, en el apoyo a sus amigos, en la preocupación lúcida por los problemas nacionales y en el ejercicio cotidiano de una profesión a la que se entregó sin más límite que la personalidad del paciente. En esa raya, Césarman se detenía para alentar la libertad de quien acudía a él para ser auxiliado en la medida en que estaba dispuesto a ayudarse a sí mismo. Y si esta libertad se desmayaba, Césarman la recibía en sus brazos y le hacía pensar al enfermo que la fuerza no venía del doctor, sino del paciente.

Byron dijo que la amistad es el amor sin alas. Teodoro Césarman le dio sus alas a la amistad, volvió en su vida inseparables la amistad y el amor y por eso, el día de hoy, somos miles de personas las que lo extrañamos profundamente.