Ante la manifiesta incapacidad de las corporaciones policiacas para enfrentar a una delincuencia cada vez más agresiva y cruenta; ante la ineptitud de las procuradurías de justicia para formular acusaciones sólidas y fundamentadas, y ante la existencia de jueces y magistrados venales que exoneran a presuntos delincuentes que enfrentan acusaciones fundadas, crece la justificada indignación ciudadana y se incrementan, en casi todos los sectores de la población, los sentimientos de indefensión, desamparo y vulnerabilidad.
En esta circunstancia, existe el peligro concreto de que parte del descontento y la angustia por la inseguridad se distorsionen y den lugar a la generalización de prácticas de autodefensa armada, actos de ``justicia por propia mano'', campañas por la reinstauración de la pena de muerte o, peor aún, intensificar los ya numerosos linchamientos y la ejecución extrajudicial de los presuntos delincuentes.
Ayer, algunos medios, particularmente electrónicos, dieron cabida a airadas voces que, amparándose en supuestos antecedentes penales de los tres jóvenes ejecutados entre lunes y martes por presuntos efectivos de la Secretaría de Seguridad Pública, pretendían justificar tal asesinato.
De esta manera, los pronunciamientos a favor de la mano dura contra la delincuencia, formulados por algunos funcionarios y líderes empresariales, empiezan a encontrar eco en algunos ámbitos de la opinión pública. Ello es grave y preocupante porque tal consigna -la mano dura- conlleva de manera inevitable, como se ha demostrado en otras naciones y en otras épocas de nuestra propia vida nacional, la generalizada impunidad de los cuerpos del orden, las violaciones masivas de los derechos humanos, la discrecionalidad de los servidores públicos y, a fin de cuentas, la ruptura del estado de derecho y el aliento a los rasgos más autoritarios y antidemocráticos del Estado. En las presentes circunstancias, admitir la posibilidad de un retroceso semejante en las normas cívicas, legales y morales que rigen al país equivaldría a renunciar a décadas o siglos de proceso civilizatorio e implicaría remplazar el derecho por la ley de la selva.
Por ello, quienes proponen ver en los ajusticiamientos mencionados un acto de escarmiento, o quienes buscan justificar tales homicidios esgrimiendo la presunta condición de delincuentes de los asesinados, debieran reflexionar sobre lo absurdo y peligroso de su propuesta: como lo señaló ayer el ombudsman capitalino, Luis de la Barreda Solórzano, no puede admitirse que el crimen se combata con el crimen.
Ante los alarmantes indicios del surgimiento de un clima propicio al linchamiento, la gestación y proliferación de escuadrones de la muerte y la admisión social de atrocidades contra delincuentes reales o presuntos, los medios de información escritos y electrónicos tienen una grave responsabilidad ante la nación: de ellos depende, en buena medida, que se preserven libertades y garantías individuales fundamentales o que la conciencia nacional acabe por admitir y legitimar la barbarie como procedimiento policial o de gobierno.
En otro sentido, y en referencia a lo dicho ayer por el procurador Jorge Madrazo, ha de señalarse que el éxito en el combate a la delincuencia no necesariamente reside en modificar las leyes, sino en la aplicación estricta de las que existen por parte de los servidores públicos encargados de preservar la seguridad y procurar e impartir justicia. La principal debilidad de las corporaciones policiales y del sistema de justicia en general no es la falta de un marco legal adecuado, sino la corrupción y la ineficiencia, fenómenos generados, a su vez, al amparo de las muchas décadas de un sistema político carente de controles ciudadanos, contrapesos institucionales y mecanismos de fiscalización confiables.