El melodrama es uno de los géneros teatrales más injustamente tratados porque, si bien en la mayoría se advierten excesos lacrimógenos y situaciones totalmente irreales, hay melodramas de excelente factura. Es más, el buen melodrama resulta muy seductor para el público que se conmueve con las vicisitudes de los protagonistas a la par que se identifica con ellos: es, pues, el género popular y catártico por excelencia. Presente en nuestro teatro, en las primeras decenas del siglo, fue posteriormente desterrado con marca más bien infamante y se acogió al cine de los años cuarenta y cincuenta --en la actualidad pervive muy cómodamente en las telenovelas-- que nos dio algunos de los más sólidos y convincentes melodramas. El género permeó todas las posibilidades y encontró una de sus grandes manifestaciones en el llamado cine de rumberas, cuyos filmes y sobre todo sus actrices (las bellísimas y sensuales actrices-bailarinas de la época) son hoy objeto de culto para muchos intelectuales.
El melodrama ha encontrado a uno de sus mejores exponentes en Carlos Olmos, que lo mismo lo maneja con sobriedad y elegancia en sus obras teatrales que dosifica sus posibles excesos en telenovelas que se han vuelto memorables. La noticia de que había tomado en sus manos el viejo argumento de Alvaro Custodio, Aventurera, para realizar un espectáculo teatral resultaba muy atrayente. Sobre todo, cabía hacerse la pregunta de hasta dónde los códigos melodramáticos de la vieja película podrían parecer aceptables en esta época. Estaba el antecedente de Cada quien su vida, la obra de Luis G. Basurto adaptada, con mayores amarres melodramáticos, por Víctor Hugo Rascón Banda y escenificada en el Salón México; en ese montaje fue notable la afluencia de público, más atraído por el lugar y por ver a sus admirados actores y actrices ``de la tele'' en vivo, que por el interés del drama. La catarsis colectiva estribaba, en ese momento, en los chistes políticos de Carmen Salinas, en una versión modificada de la mejor tradición carpera.
Aventurera sigue muchos de aquellos pasos, ahora en otro popular salón de baile, Los Angeles, y con el atractivo adicional de la presencia de la misma Carmen Salinas y de la linda Edith González debutando como bailarina, además de algunos otros sólidos y reconocidos actores en el reparto, y es posible que tenga también muchos espectadores y ojalá que así sea porque es evidente la cantidad de personas que participan (los actores, los músicos, los bailarines, los técnicos y el ejército de asistentes que ayudan en los múltiples cambios de vestuario) en lo que, visto fríamente, es una fuente de trabajo. Pero se siente que mucho no funciona, a pesar del acierto de mostrar coreográficamente algunas situaciones, en solución excelentemente planeada aunque bailada con obvia medianía.
El problema mayor estriba en la misma línea argumental. Se celebra que Olmos no rehúya las desmesuras, pero ni siquiera su buen oficio puede salvar momentos como el reencuentro entre Rosaura y Elena que se vuelve paródico del género sea o no la intención del autor. Por otra parte, si las rupturas musicales apenas hacen tolerable lo narrado, también es cierto que, recuerdo de Brecht, despojan al melodrama de su bien más preciado que es la posibilidad de emocionar a los espectadores. Poco se entiende, entonces, el propósito de rendir homenaje al cine de rumberas sin rumberas: cómo se extraña la increíble presencia de Ninón Sevilla cuando se asiste a los desvaídos esfuerzos de Edith González. Habría que añadir que el sonido, en ocasiones malo, de los necesarios micrófonos resulta también una suerte de ruptura; que no desde todos los lugares del espacio se ve completa la acción y que las esperadas improvisaciones de Carmen Salinas se reducen a chistes políticos ya provectos, entre los que no pueden faltar los que se refieran a la familia Salinas de Gortari en busca del aplauso fácil. Todo lo cual no habla de un espectáculo muy satisfactorio en el que sobresalen, casi únicas, las actuaciones de Alejandro Tomassi y Ernesto Gómez Cruz