La inminente llegada a la ciudad de México de la marcha zapatista, revive dos cuestiones de enorme trascendencia para la evolución positiva del futuro político inmediato. La primera se refiere al cumplimiento de los acuerdos de San Andrés cuyo retraso, inexplicado e inexplicable, pone en entredicho la satisfacción de un compromiso que en su momento la nación entera recibió con gran beneplácito.
La segunda (que no tocaré aquí) está vinculada con la decisión expuesta por el zapatismo de constituir, desde la sociedad civil, una organización política independiente de los demás partidos. Aunque las dos aparecen imbricadas por la presencia activa de los mismos protagonistas, se trata de cuestiones diferentes, sujetas a tiempos y escenarios distintos. Una y otra tienen que ver con la necesidad de volver al diálogo como única vía legítima para resolver el conflicto en Chiapas.
En cuanto al primer asunto, me parece que hace falta formular de nuevo una pregunta elemental para que la respondan en voz alta el gobierno y los partidos a través de sus respectivas fracciones parlamentarias. ¿Sigue en pie el compromiso de diseñar y aprobar una reforma constitucional en materia de derechos y cultura indígenas como la que prometió el presidente Zedillo y quedó plasmada en los textos de San Andrés, o hay que hablar de otra cosa? No se olvide que el tema se resume en la demanda de reformar la Constitución para reconocer la autonomía de los pueblos indígenas de México. Ese es el corazón de los acuerdos de San Andrés.
El gobierno ha reiterado, por boca del secretario de Gobernación, que no hay vetos ni renuncia a dichos acuerdos que son, en definitiva, el único compromiso firmado por el Ejecutivo. Bienvenida esta afirmación. Es obvio, en cambio, que no votará a favor de la reforma ni aprobará ninguna ley tal y como quedó en la versión final de la Cocopa si no está plenamente convencido de su conveniencia, así los diputados oficialistas hubieran prticipado con los mejores argumentos en la redacción de las versiones consensadas a mata caballo por la Comisión de legisladores. En resumen: el gobierno acepta los acuerdos de San Andrés, pero no suscribe la ley de la Cocopa. Los zapatistas, por su parte, han dicho que no renegociarán la ley. ¿Qué hacer si no hay consenso?
Es evidente que el flamante cuerpo legislativo tiene en este caso una responsabilidad indeclinable, toda vez que nadie dispone de la mayoría suficiente para sacar adelante una u otra iniciativa de reforma constitucional. La oposición carece de fuerza para promover la reforma por sí misma. El PRI tampoco puede satisfacer a plenitud sus deseos. Hay que negociar, so pena de terminar en un gravísimo empantanamiento en torno a la cuestión indígena, que solamente serviría para alejar las posibilidades de una solución pacífica y digna al conflicto con el zapatismo, ahondando con ello el descrédito gubernamental pero también la eficacia democrática de los partidos en el parlamento.
Ahora el balón está en la cancha del Legislativo. Por lo pronto, mientras son peras o manzanas, debe integrarse una nueva Comisión de Concordia y Pacificación como lo establece la Ley. Ojalá y sus nuevos integrantes sean capaces de mantener el tono de sobriedad de sus antecesores más ilustres, como Heberto Castillo o Luis H. Alvarez, cuyas opiniones personales, presentes, como es natural en su gestión, contribuyeron a crear un clima de confianza mutua entre todas las partes. Un buen mediador no es aquel que renuncia a sus posiciones, sino el que sabe reconocer en las posturas de los demás los elementos de afinidad que permitan acercar los puntos de vista más divergentes. Esperemos que el Congreso atine en esta delicada misión. Veremos cómo incide la marcha zapatista en la reanudación del diálogo.