Bernardo Bátiz Vázquez
Soberanía y ejército zapatista
Con la presencia tan discutida de mil 111 integrantes del EZLN en la capital de la República, se ha vuelto a plantear la situación jurídica tanto del citado ejército como del territorio ocupado por él en el estado de Chiapas, y su propia presencia en el camino a la ciudad de México y su estancia en ella. ¿Con qué carácter vienen?, ¿cuál es su estatus jurídico? Y, principalmente, lo que ha quedado planteado entre líneas en el discurso oficial: ¿la existencia de un ejército diferente al nacional y la ocupación por éste de un territorio específico, va en contra o no de la soberanía nacional?
Para resolver estas interrogantes, es necesario partir del concepto de soberanía y de la titularidad de ésta; la soberanía es hacia el exterior, nada menos que la independencia de cualquier otro poder nacional o internacional distinto al del Estado soberano, y es hacia el interior, la supremacía del poder soberano sobre cualquier otro que pudiera competir con él.
En el caso del EZLN, es evidente que es un poder que compite y desafía al poder oficial del gobierno mexicano, al que en sus inicios declaró la guerra y que se propuso cambiar al Presidente; después, en la cronología de los hechos, vino la suspensión de las hostilidades y la ley especial que decretó la tregua, creó la Comisión de Concordia y Pacificación y obligó a todos, alzados y gobierno, a buscar el fin del conflicto por medio del diálogo y los acuerdos.
Para la ortodoxia política y jurídica, la situación es ambigua e inaceptable. Juristas como Ignacio Burgoa no pueden concebir que se dispute al Estado el monopolio del poder de la fuerza armada, y no se imaginan cómo se puede modificar la Constitución, dándole autonomía a los pueblos indios de nuestro territorio.
Las cosas no son en verdad tan difíciles, si se parte de los antecedentes. Es indispensable analizar cómo estaban las cosas en Chiapas antes del inicio del levantamiento armado; si entonces podíamos decir que la soberanía nacional reinaba plena en territorio chiapaneco, entonces los ortodoxos del derecho constitucional podrían exigir que el gobierno mexicano, en ejercicio de esa soberanía, restituyera la paz y la tranquilidad jurídica del estado.
Pero la realidad era muy otra y es, a fin de cuentas, esa realidad la que justificó ante los ojos de la sociedad nacional y la opinión pública internacional el alzamiento.
Antes del 1o. de enero de 1996, en el estado de Chiapas el pueblo, que es el titular último y primero de la soberanía, se encontraba arrinconado, oprimido e inerme ante la presencia de fuerzas formalmente dentro de la ley, pero realmente opresoras e ilegítimas.
Quienes mandaban en el estado no eran poderes constitucionales, sino gobernadores puestos o impuestos por la aristocracia rural del estado, por los ricos de la entidad, cafeteros, ganaderos, madereros, que disponían como señores de horca y cuchillo de vidas y haciendas en el territorio de la entidad federativa.
No podemos decir que había entonces un ejercicio pleno de la soberanía, porque el poder se distribuía entre las guardias blancas de los finqueros y las fuerzas oficiales, que tampoco servían a todos, sino tan sólo a los integrantes de la clase alta estatal y nacional con intereses en el estado.
Así las cosas, el levantamiento fue más un intento de recuperar la soberanía para el pueblo que desafiar la soberanía de la federación; fue más un movimiento de reconstrucción de la legalidad interrumpida por la injusticia y los atropellos, por las diferencias y discriminaciones, que un atentado en contra del Estado nacional mexicano. Fue una medicina amarga para un mal que parecía incurable, pero que era indispensable detener; no es un desafío al cuerpo social, sino un remedio a los males ancestrales de ese cuerpo social, a partir del hecho innegable de que quienes debieron atender no lo hicieron en su oportunidad y, por el contrario, lo fomentaron.
El pueblo ejerce su soberanía por conducto de sus representantes, pero si éstos abandonan su deber, dejan un hueco de poder. Lo natural y saludable es que sea ocupado no por otras fuerzas extrañas, sino por el mismo pueblo que busca llenar el espacio y ejercer directamente su derecho soberano, en tanto se instituyen los nuevos órganos auténticamente representativos que sí cumplan con su deber.