Rolando Cordera Campos
La paz se puede hacer
La paz no está lejos, como desde la distancia nos lo vuelve a proponer el subcomandante Marcos, sino a nuestro alcance y cada vez más, si como perspectiva adoptamos la que nos abrió aquel ominoso primero de enero de 1994. Entonces sí que todo olía a pólvora... y a sangre. Esto, en las dimensiones entonces planteadas por la declaración de guerra zapatista y la movilización del Ejército nacional, se ha alejado del todo a pesar de la presencia militar en la desde entonces llamada zona de conflicto.
Aquella guerra, deberíamos todos convenir, está ya lejos de nosotros, entre otras cosas porque es irrepetible en sus términos y en su secuela. Hay, sin embargo, una situación de ``no guerra'' que pudre y corroe la paz que debía imperar en su lugar. Por ello, tendríamos que asumir en un intenso ejercicio de responsabilidad ética e histórica, que no hay la paz que se necesita y que las condiciones para una existencia digna en las Cañadas y zonas geográficas y humanas parecidas, se aleja de modo cruel e implacable a medida que pasan los días y los meses y el desarrollo social de la tensión se sume en hoyos que se vuelven negros con el sólo paso del tiempo.
Hay, ni duda cabe, una enorme dosis de culpa acumulada en la sociedad nacional que no se reconoce como india. Se ha expresado de múltiples maneras, muchas de ellas contradictorias entre sí, hasta llegar a un climax paralizante de mistificación que se condensa en los discursos de los que se empeñan en presentarse como los Grandes Traductores de la Verdad India. Pero eso, que irrita a todos y agota la eficacia de sus propios actores, no es lo peor ni lo más dañino. Forma parte, en todo caso, de los muchos déficit culturales de la nación, que no ha podido saldar cuentas buenas, racionales, con su propia historia.
Lo amenazador está más bien en otro lado. O en otros lados. En primer término, en el silencio sin máscara del gobierno federal que firmó unos acuerdos hace casi dos años en San Andrés Larráinzar a los que no ha hecho honor ni caso. Muchos celebramos aquellas firmas coincidentes de dirigentes armados y negociadores gubernamentales, junto con las de testigos que entonces no podíamos sino llamar de honor. No nos dimos cuenta de que eran los firmantes, de ambas partes, los que no parecían encontrar razones suficientes para celebrar lo acontecido: basta revisar la prensa de aquellos días para darse cuenta hoy de lo poco que significó para el gobierno y los zapatistas aquella ceremonia. Ni la prensa amiga del EZLN, ni la prensa oficial, desplegaron los acuerdos ni buscaron ponerlos en el centro de la opinión nacional, a pesar de que el país presentaba al mundo el hecho insólito de unos documentos signados por partes enfrentadas bélicamente, que convenían en un respeto básico del orden constitucional y en unos propósitos pragmáticos pero no miopes de acción pública plural y justiciera.
Por otro lado, poco hace por la causa de fondo que enarbolan sus militantes, simpatizantes y bases sociales más cercanas, la insistencia enmascarada de la dirección del EZLN en la guerra y el sacrificio. Menos lo hace cuando omite de sus discursos toda referencia concreta al curso o cursos que puede seguir desde ya una estrategia estatal, que no tiene por qué ser sólo ni principalmente gubernamental, dedicada a la superación efectiva del atraso inaceptable que ahoga la vida cotidiana y los horizontes de quienes viven en la Selva o los Altos. Ahí, no sobra insistir en ello, sí que se está lejos de una convivencia segura, siempre bajo la amenaza de la agresión caciquil pero también de la convulsión interna, originada en el litigio ancestral por la tierra y ahora por el desalmado conflicto religioso. Salvar almas a costa de la vida de otros: curiosa pastoral que discurre y se despliega a todo lo largo de Chiapas y cruza todas las inspiraciones evangélicas.
Estos son o deberían ser los estímulos para el reclamo y la reflexión que se apega o dice hacerlo a valores de dignidad, justicia y democracia. Pero para que ello suceda, es urgente precisar los términos de una ecuación que no es simple ni directa, ni admite silogismos elementales.
Un ejemplo: es verdad que el gobierno no ha hecho nada consecuente después de la firma de los acuerdos, pero eso no lleva a postular que la única e inmutable versión jurídica de dichos acuerdos sea la que al cuarto para las doce, en condiciones políticas no del todo transparentes, realizó la Cocopa. Esa es, en todo caso, una interpretación de unos legisladores pero cuya congruencia constitucional ha sido cuestionada no sólo por el gobierno, sino por juristas de diversas posiciones en materia de derechos indígenas.
Otro ejemplo: La pretensión de pleno control sobre los recursos naturales que se adjudicaría a las ``comunidades históricas'' es sólo eso, una pretensión, pero no agota la discusión ni la ingeniería institucional en materia autonómica; sin duda la embrolla, pero ello no debía ser usado para descalificar el tema, rasgarse vestiduras liberales un tanto forzadamente y clamar por Custer o Búfalo Bill vestidos de verde.
Los defensores de oficio del zapatismo han hecho suya la iniciativa de reformas a la Constitución de una Cocopa que tiene que reconstruirse debido a los cambios en el Congreso. Antes de volver a esa iniciativa una especie de onceavo mandamiento, sería útil conocer lo que sobre el asunto y en concreto piensan los partidos que sumados hacen la mayoría legislativa, así como lo que al respecto piensan el PRI y sus diputados y senadores, cuyo concurso es indispensable para hacer la mayoría calificada.
Con los acuerdos vueltos públicos, no hay nada que impida al Congreso abocarse por sí y ante sí a legislar. Salvo la duda sigilosa que le impusieron al gobierno sus asesores y la necedad y la soberbia de los dirigentes guerreros del zapatismo y sus hermenéutas, que se empeñan en reeditar los sumas-ceros del año nuevo trágico y traumático que todos decimos no debe repetirse, pero que más de uno quisiera reeditar hasta en technicolor. La paz no está lejos, pero no vendrá del cielo. Hay que hacerla, todos y sin exclusiones.