La Jornada miércoles 17 de septiembre de 1997

Arnoldo Kraus
El DF en Chiapas

Hay que deshojar muchas páginas para regresar al 1o. de enero de 1994, y no pocas para rememorar que fue el 16 de febrero de 1996 cuando se firmaron los acuerdos de San Andrés. Acuerdos que en su momento abrieron las puertas del entendimiento y alejaron la idea de las armas. La presencia zapatista, en el mes de la patria, en el Distrito Federal, desgastado el tiempo, nulificada la ilusión, transluce otra realidad: los acuerdos de papel detienen el descontento sólo transitoriamente. No sirven. Son etéreos. Abaratan la palabra. Y no sólo eso. Traicionan razón y dignidad e incrementan, en forma paralela, la desesperanza, el encono, el malestar. Malestar difícil de erradicar, pues en el caso chiapaneco mezcla las heridas aún abiertas de tiempos viejos con las mermas y dolores de tiempos presentes. En todos los ámbitos, políticos, sociales o médicos, es consabido que cuando tropiezos nuevos se agregan a problemas añejos, la amenaza, el mal, se incrementa desproporcionadamente. Ese es Chiapas después de los zapatistas. Conocida la idea de que puede y debe haber justicia para todos, no existe la posibilidad de regreso sin solución.

No se habla de retórica ni de marchas exhibicionistas. El pie zapatista en la ciudad de México, firme y exaltado por la sociedad civil, es de plomo pero también de corazón. Así lo demuestra la recepción que se les ha dado y las páginas que narran y opinan sobre las voces indígenas. El encuentro multitudinario con la comunidad capitalina, caracterizado por espontaneidad, entrega y reconocimiento, dista todo con el desencuentro entre zapatistas y gobierno. La desmemoria hacia los acuerdos de San Andrés es alarmante. Incrementa la brecha y dificulta los nuevos diálogos. Ahí subyacen también las tribulaciones de las comunidades chiapanecas: saber que los acuerdos quedaron en el tintero y que por ahora, la abrumadora historia continúa cargando de miseria sus vidas. No hay peor esperanza o deseo que aquel que se tuvo y devino vacío, palabras traicionadas.

Los pilares de dichos acuerdos son cotidianidad y norma en cualquier país que se precie por su dignidad y por cobijar a sus ciudadanos: democracia, libertad y justicia. Si nos atenemos exclusivamente a estas peticiones, es preclaro que los reclamos de las comunidades chiapanecas buscan que se les permita tan sólo edificar una vida digna y con esperanza. No hay más. Sin democracia, sin libertad, sin justicia, el México contemporáneo seguirá albergando muchos submundos miserables y muchos millones de habitantes condenados al fracaso y a la rebelión.

Aunque tardíamente, la historia les ha otorgado a los indios chiapanecos presencia y voz. Si bien son cinco siglos de retraso, su imagen, leída sobre todo a través de la pobreza, es ineludible realidad, la cual ni la sociedad civil ni el gobierno pueden omitir. El pretexto de la desmemoria existe hasta que la evidencia confronta el olvido con la excusa y la ausencia de culpa. La marcha zapatista ha evidenciado, a su paso por Oaxaca, Puebla, Morelos y el DF, que el mapa mexicano los tiene presentes. Y los mapas, a través de la ciudadanía, continuarán vindicando a los zapatistas hasta que el gobierno recuerde que hace ya demasiados días firmó, sólo firmó, los acuerdos de San Andrés.