Dos fueron las pinzas que se cerraron sobre el otrora flamante conductor de las políticas financieras del país (G. Ortiz) y de pasada pusieron al descubierto las flaquezas y el torpe proceder de un grupo de burócratas bien pagados, consentidos por la vida pero frívolos, sumisos al mando e impunes. Una de ellas provino, inesperadamente, desde el mismo corazón de la élite gobernante: el Banco de México. La otra lo atosiga desde el Norte, la meca del éxito empresarial: Monterrey y los datos concretos y duros de una quiebra cuyo anuncio fue tan normal como inevitada.
Un banco ``de casa'' le decían al consorcio Abaco-Confía, la estrella del progreso emergente, la cereza del bombón la llamó el privatizador subsecretario de Hacienda de esos tiempos (el mismo Ortiz), revienta en medio de una serie inacabable de torpezas y maquinaciones sin descartar los abiertos fraudes. Hasta lo que hoy aparece como fidedigno, tanto directivos como accionistas llevaron a cabo una serie de actos con el objeto de hacerse de fáciles y cuantiosas ganancias o para mantenerse pegados al timón de las decisiones. Con gran sencillez e intocable proceder, le echaron mano a cientos de millones de dólares en autopréstamos que, finalmente y después de evaporarlos en bonos inservibles o empresas off-shore desvanecidas, terminarán pagando otros accionistas, los de la hacienda pública que, para motivos groseros, son todos los contribuyentes.
Las tropelías de Lankenau, las complicidades de muchos de sus socios y la increíble y hasta criminal en muchos casos, supervisión de las autoridades bancarias y fiscales de la federación, ya le cuestan al erario, es decir a los mexicanos, la nada irrisoria cantidad de 500 mdd pero que, con facilidad extraordinaria, subirá o posiblemente rebasara los mil mdd.
Sumas inmensas que bien podrían pagar un eficaz aparato de supervisión que siempre ha sido prometido pero que siempre, también, lo vemos posponerse.
Lo que el señor Gil adelantó como un diagnóstico general de lo acontecido durante la privatización bancaria se concreta, de manera ejemplar, en el caso de Banca Confía. Los cruzamientos de préstamos a los factibles accionistas o a sus empresas y cuyas garantías fueron las mismas acciones adquiridas con ellos, fue procedimiento común para pujar por los bancos en venta. Movimientos indebidos de capital para evadir impuestos. Inexistente capitalización de las empresas de intermediación financiera y otros muchos subterfugios para hacerse de instrumentos de interés publico y manejar, a su amplio gusto y provecho, los recursos en ellas depositados. A continuación y después de innumerables omisiones de la autoridad para controlar y prevenir tales procedimientos, se diseñan y emprenden los tristemente famosos planes de rescate. Programas que ya costaron miles de millones de pesos y que seguirán costando, al menos por unos diez o veinte años adicionales, otro tanto mucho mayor.
Pero de todo ello poco se sabe con exactitud. Los hacendistas resguardan bien del ojo ciudadano sus desaguisados o francas complicidades. Hasta antes de perder la mayoría en la Cámara de Diputados, se tenía una razonable seguridad de dejar en la oscuridad lo acontecido. Pero algo de lo que emerge con el avance de la sociedad comienza a afectar la manera fácil de lograr el borrón y la cuenta nueva. Los reclamos vienen por la parte de la ciudadanía crítica, por la de los analistas y también por los senderos de los partidos políticos y sus bancadas legislativas. Los atentados contra la nación, como los descritos arriba, no quedarán ocultos. Por lo pronto, el decaído halo de eficiencia de la tecnocracia hacendaria corre en paralelo con el ``lustre'' salinista, las penurias de la clase media para sobrevivir y lo inocultable del avance de la miseria (BID). Los actores de primer reparto como Ortiz y dependientes directos, van dejando una estela de faltas de visión y rigor que no aceptarán reparaciones al vapor. Pero más que el demérito de un funcionario, lo que importa enjuiciar y detener es esa forma autocrática, aislada del pulso cotidiano de la ciudadanía, que ha caracterizado a la tecnocracia que se encumbró en el poder del país. Todo un sistema por demás dependiente, en extremos de obsecuencia, de la voluntad presidencial. Modalidad de gobierno que ha demostrado, fehacientemente, su inoperancia y tremendos costos. El pasivo acumulado de ello frente a los votantes es cada vez mayor. Pero ese tipo de pago en las urnas no es suficiente. Tiene que haber responsables punibles de lo ocurrido aunque ahora no se vean por lado alguno.