Emilio Pradilla Cobos
Paz, justicia y dignidad para todos
Los capitalinos recibieron solidariamente a los mil 111 zapatistas y a los representantes de muchos otros grupos indígenas, que vinieron desde las zonas más atrasadas de México a traernos su mensaje de paz, su postura de dignidad y sus reclamos de justicia. Vinieron a la ciudad-centro del poder político y económico que llevó a cabo una rebelión por otros medios contra el viejo régimen, en las últimas elecciones locales (municipios conurbados del estado de México y Distrito Federal) y federales. Mucho se ha escrito sobre los zapatistas, que mantienen desde hace más de tres años una actitud de diálogo en medio del cerco militar, las inconsistentes políticas gubernamentales y las agresiones de los grupos armados de los terratenientes y otros sectores de derecha regionales; sólo queremos resaltar algunos aspectos que hermanan a los pueblos del sur excluido y del centro excluyente.
El centralismo y su correlato el presidencialismo, características del régimen de partido de Estado, agravian por igual a los ciudadanos del centro y la periferia que no forman parte del núcleo del poder económico y político. De igual modo, los pocos beneficios sociales del crecimiento económico o la política estatal no llegan a los indígenas (y campesinos) de provincia ni a los colonos pobres de nuestra ciudad.
Entre ambos media, sin embargo, la desigualdad que surge de siglos de opresión e intolerancia étnica y cultural hacia los primeros. Esta diferencia se observa también en el corazón de la ``modernidad'', con los núcleos de migrantes indígenas a la ciudad de México, en sus colonias y lugares de trabajo y en las calles donde sus mujeres y niños sobreviven de la caridad pública y un mísero comercio callejero perseguido y explotado.
Los zapatistas tuvieron que venir a exigir, a las puertas de Palacio Nacional, la satisfacción de sus demandas y el cumplimiento de los acuerdos de San Andrés Larráinzar, porque el poder federal es centralista y autoritario y los niveles locales de gobierno carecen de capacidad y voluntad para atenderlas con justicia; igual ocurre con los indígenas del centro y el norte y los que habitan la capital. También los habitantes de colonias periféricas excluidas de la ciudad de México tienen que ir al Zócalo, al centro, para reclamar derechos similares a los que hoy exigen los indígenas.
Unos y otros, por distintas vías, se han rebelado contra la política económica y social neoliberal del régimen, hecha autoritaria vía única a nombre de la ``globalización'', la ``economía de mercado'' y los ``equilibrios macroeconómicos'', que sólo se expresan en los balances contables de los grandes monopolios nacionales y trasnacionales y nunca llegan a los bolsillos y la vida cotidiana de las mayorías, y las condenan a la explotación absoluta, la miseria creciente, la exclusión social y la degradación de condiciones naturales y materiales de vida.
El salario de los trabajadores se envilece en todo el país, por la aplicación de férreos ``topes salariales''; el desempleo y la ``informalidad'' aumentan y se generalizan; las altas tasas de interés, que benefician a un puñado de banqueros y especuladores, expropian a millones de productores y consumidores; los impuestos pagados por todos, en particular el IVA, se destinan a rescatar a banqueros y constructores ineficientes, limitando cada vez más los recursos públicos para al mejoramiento de las condiciones de vida de los sectores populares.
Trabajadores, colonos pobres urbanos y campesinos, indígenas o no, son, de similar forma, víctimas de un modelo económico que oprime, explota e ignora a la gente, que no requiere de la mayoría de ella por la modernización tecnológica ciega y depredadora de los recursos naturales. De la enorme masa de sobreexplotados económicamente, oprimidos políticamente, excluidos socialmente y segregados culturalmente, los indígenas de todo el país son los más vulnerados, porque a estos factores añaden la opresión racial y cultural mantenida durante cinco siglos. Los zapatistas, sus acompañantes y los delegados al Congreso Indígena son su símbolo y su parte más activa.
Esta hermandad de los de abajo, anudada una vez más en estos días, debe ser la fuerza y el destino fundamentales de la transición a la democracia, abierta pero no garantizada en las elecciones del 6 de julio, que no debe limitarse a cambios de personas o partidos en el poder, a ejercicios políticos parlamentarios, por republicanos que parezcan, a leves adecuaciones o cambios adjetivos de la política económica; tiene que ser un cambio profundo que llegue a la mayoría de los ciudadanos de todo México y, en primer lugar, a sus pobladores originarios, los indígenas del sur, el centro, el norte y las barriadas de nuestras ciudades y la capital, mediante una paz duradera en Chiapas y todo el país, sustentada en la justicia, la equidad y la dignidad para todos.