La Jornada miércoles 17 de septiembre de 1997

José Steinsleger
Cosmovisión indígena

En una comunidad zapatista converso con Inés, joven madre tojolabal:

-¿Por qué cargas ese fusil?

-Pa' defenderme.

-¿De qué?

-Pos... de la vida.

-¿La vida te agrede?

-Pos sí.

-¿La violencia te defenderá de la vida?

-Pos no.

-¿No temes que ese niño que cargas con tu fusil salga lastimado o lo maten?

-Pos sí.

-¿Qué es más importante; el fusil o la seguridad de tu hijo?

-Los dos son importantes. Mira na'más: dos de mis hijos murieron el año pasado. La diarrea mató a uno. El otro no se de qué. Este más chiquito vive enfermo y siempre discuto con mi esposo.

-¿De qué discutes con tu esposo?

-Pos yo digo que hay que comprar más medicinas y él dice que pa'qué, que mejor gastar en el cajón de muerto.

Un lunes de marzo de 1990, Ana Eva Laruta, niña boliviana de la comunidad aymar de Corqueamaya, cercana al lago Titicaca, asiste al primer día de clases para cursar el sexto año. Tres días después, la niña hace mal las cuentas en la pizarra. La maestra la envía al rincón, con una máscara de burro. Durante las interminables horas del suplicio, Ana Eva observa por medio de los orificios la burla de sus compañeritos. Por la tarde, en su casa, mientras prepara la comida, Ana Eva divisa desde la ventana a su mamá que llega de trabajar. Pega un grito, corre atropelladamente hacia ella, la abraza y muere. Los viejos de la comunidad diagnostican: murió de ``susto''.

En los pueblos de la sierra peruana, los indígenas están cansados de protestar contra los funcionarios del registro civil. Dicen que ignoran su identidad cuando imponen a sus hijos nombres ajenos sólo porque les resulta más fácil escribirlos en español y que en las escuelas los maestros castigan con 20 varazos a los niños que hablan la lengua materna. Que a las niñas, por vestir y hablar diferente, las consideran inferiores.

Con el dirigente Lucho Macas, su esposa Rosita Vacacela y su hijo Pachacútec, de cinco años, visité hace años un mercado indígena de la provincia ecuatoriana de Cañar. El mercado estaba atiborrado de miles de indígenas de los pueblos aledaños. De súbito, el niño se perdió entre el gentío. Lucho y Rosita dijeron: ``No te preocupes. Está con su gente''. Durante las tres o cuatro horas de ausencia, el niño comió y jugó. En el viaje de regreso a Quito, compré un periódico vespertino. El titular de primera plana rezaba: ``Cae Monstruo de los Andes. Más de setenta madres de niñas violadas y asesinadas emprendían la búsqueda de los cadáveres. La policía había sorprendido al colombiano Luis Alfonso López, el ``monstruo'', en una pensión de Guayaquil. En el momento de la aprehensión, López leía Crimen y castigo.

En 1995, tras cumplir su ``deuda'' con la sociedad, López fue liberado. Durante los quince años que permaneció en prisión los medios informaron a diario sobre niños desaparecidos o violados. En las comunidades indígenas del Ecuador, donde las enfermedades de la pobreza causan estragos y la mortalidad infantil es elevadísima, raras fueron las veces en que se denunciaron agresiones contra los niños.

Pachacútec es hoy un joven hermoso de 20 años que al luchar por los derechos y la dignidad de los pueblos indígenas pisa la huella de sus padres. La sociedad que encerró al Monstruo de los Andes creyó solucionar un problema. La que formó a Pachacútec le hizo crecer como persona.