La Secretaría de Hacienda informó ayer que el costo total de los ``rescates'' de los bancos privatizados en el sexenio pasado, más el de las 23 carreteras concesionadas que fracasaron en términos financieros, se elevará a casi 35 mil millones de dólares, es decir, cerca del 11 por ciento del producto interno bruto (PIB). Así, al costo del programa original de salvamento de la banca (Fobaproa) se agregan los recursos que se invertirán en las intervenciones gerenciales de las empresas Confía, Banco Santander Mexicano e Inverlat, más los destinados a las autopistas privadas en bancarrota.
El anuncio contrasta con un análisis de la firma Goldman Sachs & Co. en el que se estima que sólo el rescate financiero de la banca será equivalente a 13 por ciento del PIB (cerca de 42 mil millones de dólares), y con documentos del Banco Santander, según los cuales el salvamento financiero del sector bancario ascendería a 47 mil millones de dólares.
Es pertinente ubicar estas cifras en su justa dimensión. Si se toma por buena la cifra manejada por Hacienda, de 35 mil millones de dólares, ello implica que, en el curso de tres décadas, los ``rescates'' financieros costarán al país el equivalente a 24 veces el presupuesto anual de salud, dos veces el presupuesto educativo, 40 veces la inversión pública anual en carreteras, dos años y medio del pago de servicio a la deuda externa o el fruto de nuestras exportaciones petroleras durante un plazo similar.
Las magnitudes enumeradas se refieren sólo a los fondos públicos involucrados en las operaciones de rescate financiero de otros tantos procesos privatizadores. Pero si a ello se agregan las pérdidas sufridas por muchos de los propios compradores y concesionarios que participaron en tales procesos, el costo es mucho mayor. Y si se suma, además, el desgaste moral, el descontento social y el descrédito institucional causados por las irregularidades y los desaseos cometidos en no pocas de las licitaciones y adjudicaciones, resulta inevitable concluir que, descontadas las excepcionales desincorporaciones exitosas, el empeño privatizador del sexenio pasado es una de las acciones gubernamentales más catastróficas que ha sufrido México.
Es necesario recordar que la coartada ideológica bajo la cual se estableció la fórmula privatizadora se basaba en la supuesta ineptitud intrínseca del Estado como administrador y la corrupción como un mal inherente a la gerencia pública. En cambio, se argumentaba, los capitales privados sanearían las entidades desincorporadas y las pondrían en números negros. En cosa de un lustro, y a un costo altísimo, los hechos han evidenciado el carácter falaz de tales postulados neoliberales.
Acaso, en el momento presente, las operaciones de ``rescate'' emprendidas por el gobierno actual sean inevitables o (a pesar de que distraen recursos necesarios para resarcir en alguna medida los devastadores efectos acumulados de las crisis económicas sobre la mayor parte de la población) la menos mala de las soluciones posibles. Ello debe analizarse en el marco del debate entre partidos y sectores sociales para formular una política económica de Estado y de consenso, al que convocó el presidente Ernesto Zedillo en su pasado Informe.
En lo inmediato, y a tres años de concluido el sexenio salinista, sería saludable que el Ejecutivo federal emprendiera un deslinde claro e inequívoco con respecto a la política económica de su antecesor --o, al menos, con respecto a su vertiente más nefasta: la privatizadora--, y que se establecieran las responsabilidades políticas o morales --si es que no hay culpabilidades penales o administrativas-- que deben asumir, ante la Nación, quienes idearon y aplicaron las privatizaciones sin tener en cuenta sus desastrosas consecuencias.