Rodolfo F. Peña
Murphy
A Mario Murphy le quedaban sólo unas cuantas horas de vida al terminar de redactar esta nota. Sentenciado a la pena de muerte, por la noche de ayer sería conducido al recinto de ejecución en la prisión de Jarratt, en Virginia. Agotados los recursos legales, incluidos los interpuestos por la cancillería mexicana, sólo una decisión casi providencial del gobernador George Allen podría conmutarle la pena capital por la de cadena perpetua. Pero ya muy pocos creían en la posibilidad de semejante milagro.
Murphy participó, junto con otros cuatro individuos, en el asesinato de un cocinero. Ciertamente, su delito no debió ser nunca ni minusvalorado ni caer en la impunidad, cosa que nadie pedía. Es la clase de delito que merece un castigo severo. Pero de todos los participantes era el único extranjero (un mexicano de Tijuana) y fue el único sentenciado a la pena capital. Esto habla de discriminación racial, en primer término, y luego de que el gobernador Allen, por razones políticas, quiere seguir pareciendo implacable a bajo costo.
En pocos países de los llamados civilizados se mantiene la pena de muerte. En la teoría penal se ha establecido que el Estado no tiene derecho a aplicar una pena irreversible contra ningún delincuente, y en términos de racionalidad práctica se ha encontrado que sus efectos intimidatorios y preventivos son escasos o nulos. En realidad, hay muy poco que aducir en favor de esa pena, y casi todo se reduce, aunque no siempre se reconozca, a satisfacer, como en la ley del Talión, un sentimiento de venganza, con lo que el ejecutor se vuelve tan criminal como el ejecutado.
En Estados Unidos, uno de los países que se ostentan como los más avanzados del mundo, la pena capital subsiste legalmente en muchos estados, si bien habían sido suspendidas las ejecuciones en todos después de que la Suprema Corte declaró, en l972, que era violatoria de la Constitución. En l987, el mismo alto tribunal declaró la constitucionalidad de la pena de muerte, y dos después fue más lejos al establecer la no inconstitucionalidad de la condena de muerte a menores de entre 16 y 18 años ni de enfermos mentales.
En Estados Unidos, como lo reconocen sociólogos y economistas, sencillamente no sabrían qué hacer sin el trabajo de los inmigrantes, legales o indocumentados. No obstante, hay allí una fuerte carga de prejuicios contra la gente de piel negra o morena. Cuando un negro o un mexicano, por ejemplo, cometen un delito, tienen que soportar las predisposiciones de los jurados, las deficiencias y apatía de los defensores que se les asignan y las --frecuentemente-- numerosas fallas en los juicios, por lo que no es difícil que sobre ellos recaiga la pena máxima. De ese racismo abominable dan testimonio reciente la famosa Propuesta 187, votada en California a fines de l994, y el proyecto de construcción de una cárcel masiva para indocumentados, según la idea de James Nielsen, jefe del sistema de reclusorios de California, cárcel privada que, para colmo, se levantaría en territorio mexicano. Que surja, se discuta y evalúe una idea semejante, no es por simple azar.
Esa cárcel podría ser lo suficientemente vasta para combinarse con el trabajo productivo, y la idea podría completarse levantando galerones para pasar las noches y alambradas o muros inexpugnables en las plantaciones y fábricas en las que hay abundancia de mano de obra mexicana, documentada o no. De esa manera se reduciría el riesgo de que las razas inferiores se mezclaran con los arios> del exterior, mismos que, a partir de entonces, se matarían sólo entre sí, lo que es altamente gratificante. Esos espacios carcelarios se parecerían mucho a los campos de concentración nazis, pero nadie va a detenerse por cuestiones de analogía.
Mientras se consigue perfeccionar en Estados Unidos el sistema laboral-penitenciario de manera que el desempleo nacional en México se castigue con el empleo carcelario al otro lado del río (o de este lado, que la globalización da para todo), la gente como Murphy, un apellido con evidentes resonancias aztecas, estará expuesta a ir a dar al patíbulo incluso si su delito mereciera sólo la prisión, el apartamiento de la sociedad (como sucedió con William Saunders, otro condenado a muerte con el que Allen sí fue clemente).
Es probable que Estados Unidos sea una de las últimas naciones en abolir la pena capital, que ahora es decidida y aplicada con el ánimo crispado por el racismo. Matar a alguien con la ley en la mano, cuando el ejecutado es un extranjero moreno o negro, es combatir el Mal, la esencia de la perversión que se manifiesta científicamente en el pigmento de la piel.