Horacio Labastida
Autonomía indígena

El triunfo del federalismo sobre las dos primeras formas del centralismo: la monarquista de 1822 o Primer Imperio iturbidista; y la santannista del decenio 1836-46, acredita que el pueblo mexicano es altamente favorable a la libertad de las entidades sociopolíticas que integran su vida republicana.

Esos primeros centralismos tuvieron un tremendo y sólido apoyo en las castas económicas que los auspiciaron y en las fuerzas armadas con que pretendían liquidar los movimientos de una perseverante oposición. Ni el Reglamento Provisional Político del Imperio Mexicano (enero de 1822), pergeñado por los consejeros de Agustín I, ni las Siete Leyes (1836) ni las Bases de Organización Política de la República Mexicana (1843), resistieron los embates de un pueblo indio y campesino, olvidado por igual en dichas reglamentaciones centralistas que en las federalistas de 1824, punto final del monarquismo, y de 1847, ataúd del centralismo santannista. En la hazaña del federalismo vs centralismo hay que tener presentes a Miguel Ramos Arizpe, Mariano Otero y al caudillo zacatecano Francisco García Salinas, quien levantó sus armas contra el traidor Santa Anna en la desfavorable batalla de mayo de 1835.

Ahora bien, ¿qué papel desempeñaron las comunidades indígenas en esos agitados cinco lustros de nuestra historia? Sólo el de carne de cañón. Ni una sola palabra en reconocimiento de los pueblos indios, salvo frases líricas, encuéntrase entre los diputados que dieron forma a las leyes supremas de 1824 o a las que emergieron con el nombre de Acta Constitutiva y de Reformas (1847).

Una vez que se sucribieron los Tratados de Guadalupe-Hidalgo (1848), veríanse brotar por todas partes los huevos de la serpiente que germinaron a través de mil catástrofes en el tercer centralismo, floreciente desde la era porfirista hasta el presente; en nuestros días lo llamamos presidencialismo autoritario por ser una forma parafascista de un gobierno disfrazado con ropajes constitucionales. Las diferencias saltan a la vista: los primeros centralismos buscaron el acunamiento de normas jurídicas a nivel constitucional; en cambio el tercero, el porfirista y el de hoy, tiene una personalidad fáctica, extraconstitucional, ajena también como los anteriores al entendimiento y trascendencia de las comunidades indígenas como dignas de ostentar una autonomía diversa de la municipal.

El mal del presidencialismo autoritario se volvió peor en el momento de introducir el corporativismo en el orden político, haciendo de las entidades estatales y municipales órganos de poder al servicio de la presidencia de la República, corporativización paralelamente comprensiva de los poderes Legislativo y Judicial, con el fin de redondear la superioridad de la Presidencia en turno ante cualesquiera oposiciones. De esta manera su intocabilidad le permite instrumentalizarse más y más como gobernante gobernado por núcleos económicos centrados, hacia el fin del milenio, en el dominio del Tío Sam y sus adláteres. Tal es la determinación política que explica en buena parte los motivos del presidencialismo centralista para desechar el espíritu constitucional mexicano y proponer la sujeción de los acuerdos de San Andrés Larráinzar, a una segunda vuelta. El supuesto gubernamental es que la autonomía indígena implica violaciones a la soberanía y a la unidad nacionales.

Los argumentos del gobierno no son más que sofismas. Nuestro constitucionalismo está montado precisamente sobre autonomías al interior de una federación abierta desde sus orígenes al reconocimiento de la autodeterminación de las poblaciones reciamente identificadas con sus propios e históricos valores. Esta es la razón sociopolítica de las autonomías estatales y municipales, cuyas independencias jamás han puesto en peligro la unidad nacional; a contrario sensu, su impugnación estuvo a punto de hacernos saltar en mil pedazos hacia 1823, y nos llevó a las guerras de Texas y a la hecatombe de 1846-48. Esta misma impugnación mantuvo la insurgencia indígena en el gobierno juarista, arrastró a Lerdo de Tejada a la derrota definitiva, causó la Revolución y en los últimos tres años ha puesto en jaque al presidencialismo. Si se modifica el artículo 40 constitucional en concordancia con el diverso 11b, para incluir la autonomía indígena, sujetando las controversias que pudieran suscitarse a los procedimientos vigentes en materia de conflictos entre los poderes del Estado, o bien a una reglamentación con vistas a las peculiaridades del real gobierno indígena, si todo esto se hace como lo esperamos, ningún daño sufrirá el Estado. Lo opuesto, a más de inmoral e ilegal, atizaría sin duda las contradicciones que el país viene soportando por no haber logrado aún la vida democrática que demanda desde 1810. Esta es la verdadera situación actual, monda y lironda.