Teresa del Conde
Dos talleres

Las visitas a los talleres de los artistas se efectúan por múltiples razones. Para mí, la más placentera es la siguiente: se visitan por genuino interés, porque hay curiosidad, porque se experimenta la necesidad de ir complementando los eslabones que integran la trayectoria de una persona, por amistad. Muchas veces estas actividades no se realizan porque exista el proyecto de configurar una exposición, o para considerar si lo que se va a mirar puede, o no, asimilarse a determinada muestra colectiva o bien con objeto de sugerir inclusión en curadurías, libros ilustrados, repertorios, colecciones, etcétera. En ocasiones una o más de estas últimas cosas ocurren, pero cuando así sucede el sedimento que guarda la memoria es el que acaba por encadenarse al arsenal de imágenes que van registrándose, sin intenciones concretas.

De mis visitas recientes, la primera corresponde a un arquitecto perspectivista: Alfredo Valencia. La hice antes de la presentación de la retrospectiva de sus acuarelas en la bien acondicionada galería del Fondo de Cultura Económica, espacio que debe tomarse muy en cuenta para sugerir ciertas exposiciones, porque cuenta con público cautivo. Valencia, como otros exponentes de su profesión, se volvió pintor sin dejar de ser arquitecto, pero ha tenido el buen juicio hasta ahora de limitarse a la práctica de la acuarela en la que se adentró hace 35 años, cuando la formación en arquitectura tenía por requisito ser buen dibujante y acuarelista.

Al realizar perspectivas, Valencia ha trabajado con los más reconocidos arquitectos de México, pero su labor como acuarelista independiente me era desconocida. Ha sido discípulo de Guati Rojo y durante los últimos cinco años su práctica se acrecentó considerablemente. Yo pensaba que si de acuarelas se trata, a mí sólo me resultaban bien las de los ingleses (casi todas, incluyendo a los amateur), las de Francisco Toledo y algunas muy sutiles de pintores abstractos. No podía imaginarme que me encontraría observando con suma atención una serie de trabajos de temática tradicional, como la vista urbana en la que se ubica el ex convento de Jesús María, o el bien elegido ángulo del alucinante claustro de San Agustín de Querétaro, que Valencia redujo a través de un hábil manejo de la mancha a sus lineamientos esenciales.

Incluso admiré un mercado popular donde los personajes en primer término aparecen detallados y los planos secundarios van abocetándose cada vez en forma más ligera, hasta perderse. Valencia hace de la luz un personaje y por lo tanto deja respirar al papel. Sabe cómo ``decir'' las cosas y las dice bien, aunque la mayoría de los temas que elige están lejos de ser de mi predilección. Hay trabajo, bienhechura, soltura e intuición. Ojalá siga --no digo experimentando-- porque su profesión se lo lleva por delante, sino explorando quizá otras posibilidades iconográficas.

Otro taller visitado es el de un pintor que nunca ha hecho otra cosa que pintar y que dar clases de pintura en la ENAP. Se trata de Ignacio Salazar de quien vi un cuadro en la última versión del Premio Marco que me sorprendió porque le encontré diferencias con lo que vi en su última exposición en la GAM.

Cuando aparezca este artículo, Salazar habrá presentado su individual en la Galería de Arte Actual Mexicano de Monterrey. La integra una selección escueta y muy rigurosa. Salazar ha perfeccionado sus recursos técnicos hasta la obsesión, pero no sólo eso: ahora combina sus planos abstractos con ciertos efectos de perspectiva y los contrasta con detalles abstractos de ejecución casi hiperrealista. ¿Cómo puedo decir eso? ni yo misma lo entiendo, pero así es: hay una representación fantasmática de ciertos elementos --pudieran tomarse como reflejos de drapeados-- que se descuelgan o aparecen en ciertas zonas. La impresión para mí es algo similar a lo que se experimenta cuando queremos recordar un sueño sin trasladarlo a palabras, sino a imágenes, cosa que en el fondo es imposible hacer, pero si desatendemos la narración del sueño, puede ocurrir que al evocarlo precisemos que simultáneamente ``vimos'' ciertas imágenes muy desleídas yuxtapuestas a otras en extremo vívidas, como detalles fragmentados extraídos de una escena cinematográfica.

El remanente que me queda de las pinturas de Salazar es el de contemplar la rencarnación de un pintor del siglo XVIII, entre Tiépolo y la pintura galante, llegando hasta Turner (murió en 1851) que estuviera pintando escenarios borrosamente reflejados en un espejo cubierto de vapor del que la humedad se desprendió en ciertas zonas. De aquí a la figuración fantástica no ``ortodoxa'' hay un paso, que Salazar omite a conciencia.