Los sofisticados radares construidos y emplazados por la Unión Soviética en media Europa y dos tercios de Asia, por ejemplo, se quedaron esperando un desafío que nunca llegó: el de los aviones estadunidenses indetectables, que ahora vuelan sin ton ni son, y sin otro propósito visible que el de estrellarse por fallas humanas, como lo reportan noticias recientes. Por supuesto, uno no deja de alegrarse de que la función de fin del mundo que nos ofrecían Moscú y Washington haya sido cancelada en virtud del fallecimiento de uno de los actores principales. Pero ahora queda sobre el escenario una utilería tecnológica que nadie encuentra cómo desmontar.
Que algunos militares rusos andan vendiendo como fierro viejo submarinos nucleares, carros de combate, misiles antiaéreos y quizá también cabezas atómicas, es noticia antigua. Tal vez las antenas que los bombarderos Stealth dejaron plantadas en su horrorosa cita histórica sean rematadas, antes de que acaben de oxidarse, a algún empresario de telecomunicaciones o a una de esas corporaciones que ofrecen espectáculos de strip tease vía satélite. En el antiguo corazón del bloque socialista la miseria presupuestal, la corrupción, el derrumbe institucional y operativo de las Fuerzas Armadas y las ventas de garage en el mercado negro se encargaron de resolver el problema, por más que las soluciones puestas en práctica generen riesgos que escandalizan a los ecologistas y a los expertos en seguridad.
En Occidente, en cambio, parecían estar dadas las condiciones de estabilidad y abundancia que habrían debido permitir un desmantelamiento suave y programado de los aparatos técnico-militares de destrucción a gran escala y tecnología de punta. Pero, paradójicamente, se ha avanzado mucho menos, en este sentido, que en el antiguo bloque oriental. Es cierto que los presupuestos estadunidenses de defensa de los años noventa son mucho menores que las obscenas cifras que se destinaban a ese fin en los tiempos de la delirante Guerra de las Galaxias que preconizaba Reagan; todos los países de Europa occidental han reducido, en diversas proporciones, sus respectivas fuerzas armadas, y se ha producido, en términos generales, un reajuste a la baja de los recursos destinados a la investigación, la producción y el mantenimiento de juguetes altamente mortíferos.
El problema, sin embargo, sigue en pie: existen vastísimas estructuras militares (la US Air Force, la Force de Frape francesa, la Royal Navy) que no le sirven a nadie de maldita la cosa y que, sin embargo, deben ser mantenidas; existe una industra que no puede desaparecer así porque sí, ni ser reconvertida en el corto plazo, que produce mercancías tan inútiles, en el actual contexto del mundo, como lo sería un teléfono celular en el siglo XIV. Al desarrollo de nuestros actuales anacronismos debemos, en buena medida, espectaculares avances tecnológicos que han podido ser trasplantados a la industria civil: entre otros muchos, la miniaturización, las redes de cómputo, los rayos láser e infrarrojos, el ultrasonido y las microondas. Eso ya es ganancia. Pero las fragatas lanzamisiles, los tanques de visión nocturna y proyectiles de uranio, las bombas atómicas de precisión y los pájaros supersónicos diseñados para matar a los igualmente temibles MiG, tuvieron su última oportunidad dorada en la Guerra del Golfo. Hoy, si se considera que resultan inadecuados para enfrentar los retos finiseculares a la seguridad nacional de los países que los poseen --parar el tráfico de cocaína, disuadir a los migrantes, combatir la contaminación o despanzurrar a algún terrorista despistado-- queda apenas la esperanza de que alguien obtenga la autorización para convertirlos en llaveros y venderlos como recuerdo de la guerra fría.
Mientras tanto, persiste el peligro de que todo este aparato se vuelque en busca de nuevos mercados --como ocurre ahora con las tentativas estadunidenses y europeas de ``reactivar'' las compras latinoamericanas de armamento de vanguardia-- o que, como está ocurriendo, que siga consumiendo presupuestos astronómicos y, en el caso de los aviones gringos de guerra, que lastimen por accidente a alguna persona.