La situación de los derechos humanos en México es tan grave que motivó una visita al país del secretario general de Amnistía Internacional (AI), Pierre Sané, quien ha señalado que no existe, por parte del gobierno, la voluntad política que se requiere para poner fin a las prácticas de la ejecución extrajudicial, la tortura, la ``desaparición'' y otras agresiones criminales.
El duro señalamiento formulado por Sané, así como las declaraciones de Morris Tidball, representante de Amnistía Internacional para México y América Latina, no son expresiones aisladas. Ayer mismo, Oscar González, presidente de la Academia Mexicana de Derechos Humanos, presentó ante el Parlamento Europeo un alarmante panorama de tales agresiones. También en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, en Ginebra, y en la Corte Interamericana de Derechos Humanos --por mencionar sólo esos dos foros--, se ha criticado recientemente a las autoridades de nuestro país por su incapacidad para detener y contrarrestar la impunidad y las violaciones a los derechos humanos universales y a las garantías individuales consagradas en la Constitución. Las llamadas de advertencia sobre esta situación exasperante e inadmisible han sido expresadas también por múltiples organizaciones no gubernamentales mexicanas.
Este problema, aunado al notorio deterioro de la seguridad pública, la corrupción y el crecimiento de la delincuencia organizada, especialmente la que se dedica al narcotráfico, ha suscitado, por otra parte, un llamado del ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Juventino Castro y Castro, para que los tres poderes de la Unión establezcan una comisión mixta para encarar esos perniciosos y preocupantes fenómenos.
Una faceta especialmente preocupante de la vulneración creciente de los derechos humanos, señalada ayer por Miguel Concha, coordinador del Seminario sobre Derechos Humanos en América Latina, es el intento de algunos medios de información, especialmente electrónicos, de crear entre la población corrientes de opinión favorables al establecimiento en el país de la pena de muerte, intento que, de tener éxito, daría respaldo social a una práctica bárbara, degradante e intrínsecamente violatoria de los derechos humanos.
Tales violaciones, de suyo condenables e inaceptables, tienen consecuencias doblemente funestas cuando se cometen contra defensores de los derechos humanos o contra informadores, porque se orientan a debilitar o a suprimir mecanismos sociales de defensa de las garantías y de lucha contra la impunidad.
Cuatro parecen ser los principales factores que se combinan para producir el vergonzoso deterioro que vivimos en el ámbito de los derechos humanos: la militarización de extensas zonas rurales en diversos estados de la República y de los mandos de corporaciones policiales en áreas urbanas; el crecimiento cuantitativo y cualitativo de la delincuencia organizada y la consiguiente degradación de la seguridad pública; la corrupción y el descontrol imperantes en las corporaciones encargadas de garantizar tal seguridad y de procurar justicia, y, no menos importante, el desgaste institucional, la burocratización, la complacencia y la falta de voluntad que padecen las comisiones estatales y Nacional de Derechos Humanos.
Parece paradójico que, en momentos en que México pasa por una circunstancia positiva y esperanzadora en el ámbito del desarrollo democrático y cívico, las violaciones a los derechos humanos en nuestro país experimenten un repunte oprobioso e inadmisible. Pero no puede descartarse que ambos fenómenos estén, en cierta medida, vinculados, y que el segundo obedezca, así sea parcialmente, a un designio de grupos de poder y sectores de la administración que ven sus intereses afectados por los avances políticos del país y que pretenden contrarrestarlos al precio que sea.