Arnoldo Kraus
DF

Distrito Federal. Septiembre 1997. Cualquier hora. Cualquier calle. DF. Enero 1997. Lo mismo da. 1996 tampoco difiere. El año previo es similar. Sólo tiene un número menos. Ser pobre, ser rico, es igual. Robar es sobrevivir. Desde una cartera vacía hasta banqueros connotados. Casi todos somos víctimas potenciales. Excepto quienes ostentan el poder. Ellos han salvado el pellejo. Además, tienen méritos: crean empleos al contratar guardaespaldas. Es de agradecerse. ¿Cuántos guardaespaldas dependen del presupuesto, de nuestros impuestos? Y no sólo méritos: disminuye también el número de semaforistas, ``ejército de desempleados que sobreviven en las esquinas, característicos del DF, que no roban y ejercen todo tipo de oficios''.

¿Cuántas veces lo han asaltado? En el metro. En el restaurante. En los bancos. En la cárcel. En la tienda. En la calle. Sobre todo en la calle. Sí: ante todo en la calle. Ahí es donde más duele. Hasta hace poco la calle era parte de la casa. Ya no. Ahora refleja lo que gobiernos previos y el actual han hecho. Una jungla. Una cuna de violencia. En donde todo puede perderse. El coche. La cartera. La novia. La dignidad. La casa. Ya no preocupa lo duro. La mayoría habla de lo tupido. La cotidianidad asfixia: quien ha sido víctima sabe que es vulnerable. En su casa. En su calle. En su DF.

La violencia no tiene límites, no conoce fronteras. No teme. Sólo respeta a nuestros altos jerarcas, que siguen sonriendo a pesar de todo. Véanlos en fotos o en ceremonias. Habitan otro DF. No el de la colonia Buenos Aires ni el de los ciudadanos que carecemos de guardaespaldas. Dicen que Ciudad Nezahualcóyotl ya no es la capital. ¿Será cierto? Las une la misma miseria que la cuna que vio nacer a Los Panchitos.

El monto del hurto y la cara de la víctima dependen del maleante. Del número de los asaltantes y de sus expectativas. De su experiencia y de sus necesidades inmediatas. Para eso también se requiere suerte: hay ladrones buenos que roban y pillos malos que gustan matar. Unos han sido policías y luego rateros. Otros ladrones y después policías. Parece un continuo. Una misma escuela.

Hurtar no es gratuito. El sueldo de la policía es enjuto. El de los desempleados inexistente. Ni siquiera alcanza para sobrevivir; ya no con dignidad, tan sólo con pan. El desempleado no entiende números. Menos aún le importa el mentado FMI. Primero comer. Luego las explicaciones del gobierno y sus promesas de recuperación. Primero comer. Educar a los hijos es lujo. La salud importa un bledo. Primero comer. Así lo entiende quien roba. Se está dispuesto a perder. O quizás, corrigiéndome, a ganar. Porque robar se ha convertido en labor redituable y en ocasiones, lamentablemente, obligada. No sólo para ellos. También para la nación: ¿Cuántos desempleados más hubiera si no contasemos con atracadores?

La calle es una amenaza. Verbal o física. Con suerte únicamente el terror y la cartera. Sigue la herida. Y por supuesto, la muerte. Pobres turistas. Los citadinos ya lo sabemos. No somos inmunes --ojalá y el gobierno pudiese vacunarnos--, pero hemos aprendido a ver con cuatro ojos. Olemos con dos narices y caminamos con cuatro piernas. De todo sospechamos. Incluso de nuestra sombras. Se dice que en el DF hay habitantes asaltados por su propia sombra. Yo los he visto: perdieron el nombre pero no la memoria. ¿Quién requiere en esta ciudad, en estos tiempos, de André Breton? Pobres hoteleros, artesanos, guías de visitantes. Míseros quienes dependen del movimiento: taxistas, meseros o aquellos que esperan, inútilmente, en Xochimilco. Las embajadas pagan primas a sus empleados. Advierten que el DF es peligroso. Ya no se habla de la contaminación. Se habla de la vida. De la calle como enemiga.

Cada vez que me roban me enojo. Por impotencia, por coraje, y porque los discursos de nuestros jerarcas no reflejan la verdad. Los números provenientes del poder no corresponden a lo que la realidad callejera refleja. Todos somos culpables. Cuando hablamos del poder y del contenido de sus peroratas nos hemos acostumbrado a aceptar como norma la mentira. Somos cómplices. Hemos sobrevivido por décadas inmersos en palabrería que contiene falsedad y que distorsiona la realidad. Y aun así, a sabiendas de la violencia callejera, convivimos con esos discursos.

Por ahora, la espiral de los robos y de la impotencia parece no tener fin. El último hurto irrita más que el previo porque recuerda que los anteriores no han sido ni serán solucionados. La razón es simple: la distancia entre quienes los cometen y quienes deben prevenirlos no se delimita con facilidad. En ese entramado, en esa contradicción, es donde me ahogo. ¿A quién culpar: al asaltante o a los gobiernos que han generado desempleo?