José Cueli
El ruido y la furia

La Universidad de Mississippi presenta una exposición para celebrar el centenario del natalicio de William Faulkner, uno de los grandes maestros de la narrativa contemporánea quien obtuvo el Nobel en 1950, por obras ya clásicas como El árbol de los deseos, Ganbito de caballo, ¡Absalón, Absalón,! En la ciudad, Los invictos, Luz de agosto, Mientras agonizo, La mansión, Sartoria, El ruido y la furia --quizá la más trascedente--, Si yo amaneciera otra vez --poemas traducidos por Javier Marías-- y La escapada, entre otros.

Faulkner vivió en el margen y al margen en las fronteras, en el exilio, en la exclusión, exiliado de su cuerpo y alma. Recreando el condado de Yoknapatawpha con los ojos llenos de irisaciones frente a los demonios que saltan sobre las olas del Caribe. Sintiéndose excluido del deseo y la palabra. Fugitivo de la pasión que lo desbordaba, intentando inútilmente escapar de ella. La pasión del sur estadunidense que lleva una dosis de muerte y, con ella, de pasión desgarradora.

Pasión a la que evitaba poner máscaras sin conseguirlo, al enfrentarlo --enfrentarnos-- a la angustia que volvía palabras --arte-- por irrepresentables, intolerable marco de finitud que rompe en su famoso condado de Yoknapatawpha y el microcosmos de la familia Compson. Faulkner apunta a lo indescriptible y nos lo hace evidente, enigmático y a la vez real. Singularmente expresivo juega a las presencias y ausencias, a las imágenes que desbordan las palabras y los límites. Arranca de --lejanías en presente-- y se mantiene como un airón que tantos ven, pero no descubren y menos entienden, y critican por lo mismo no entenderlo. Su palabra fuertemente teñida de personalismo permite contemplar el fulgor intercambiable de un escrito único que se interna en la pobreza, la pobreza de los pobres.

El condado de Yoknapatawpha pareciera situarse en la tierra de nadie, en la no pertenencia, en el ``no ha lugar'' de la luz; en la fragmentación de ese inframundo donde los fantasmas del Caribe danzan en incesante carrusel de escenas fantaseadas y reales, donde la angustia es el efecto predominante, la muerte, las pérdidas y los duelos no dan tregua y la falta de lenguaje condena al sujeto al silencio. Hombres violentamente silenciados que silenciarán a los suyos en forma violenta. Mascarada de dolor y desencuentro, escenario del terror sin nombre, de ese lugar sin lugar que es el sur, marginado por los hombres ricos, finos y religiosos.

La palabra de Faulkner se vuelve una presencia y una ausencia en la brisa del Caribe. Un vacío (paréntesis) en otro vacío (paréntesis) inasible, inentendible. Una brisa tan fuerte que no es más que un susurro, tan intensa que no puede mover ni una pluma. Un huracán que recorre el Caribe, desde el sur estadunidense hasta Brasil, en mágico deleite viendo pasar las nubes que se deslizan por el intenso azul del cielo y ocultan fantasmas a los que se puede oír si se guarda silencio absoluto, aunque su voz fuese el sonido más leve que existe.

Un pozo endemoniado de escritura interna indescifrable lleva a Faulkner a tratar de descifrar esos jeroglíficos misteriosos que traspasaban su angustia en abismos insondables. Fugacidad del tiempo que es la vida-muerte y va más allá del yo, de los consciente vía la alternación de lo lineal y que algunos de sus criterios a quienes gusta lo objetivo, fijo, sistemático y lineal nunca entendieron, ni entenderán. Fue William Faulkner el maestro descubridor de lugares fantasmales, que siguieron alumnos aventajados como Juan Rulfo (Comala); Gabriel García Márquez (Macondo) y otros.