En un contexto nacional caracterizado por la grave inseguridad que padece la población en general y por el descontrolado accionar de las corporaciones policiales, en semanas recientes diversos trabajadores de medios de información han sido víctimas de agresiones de diversa gravedad. No se trata únicamente de ataques perpetrados por la delincuencia a secas -que, sin ser menos condenables, afectan a la ciudadanía en su conjunto-, sino también de situaciones en las cuales es obligado suponer la intervención o la complicidad de servidores públicos motivados por un afán de preservar el secreto de sus vínculos con la delincuencia organizada y también, por lo tanto, sus márgenes de impunidad.
Los sucesos mencionados no deben desligarse de la preocupante información recopilada por Amnistía Internacional, según la cual México ocupa el primer lugar en Latinoamérica en lo que se refiere a violaciones de derechos humanos de los periodistas.
Es sabido que, en todas las sociedades, el ejercicio de un periodismo honesto y veraz resulta inevitablemente incómodo para todas las instancias de poder, ya sean éstas instituciones públicas o entidades privadas, instancias políticas, económicas o religiosas, corporaciones legales o asociaciones delictivas. Sin ningún afán de presentar una visión heroica o protagónica de la profesión, su desempeño, no siempre coincidente con los intereses del poder, ha generado, desde siempre, peligros de diversa magnitud para quienes la ejercen: desde la censura y la intimidación hasta la tortura y el asesinato, pasando por la persecución legal y el acoso furtivo.
En nuestro país, a pesar de la historia infame de ataques a la prensa libre y crítica y a sus trabajadores, la libertad de expresión ha ido ganando espacios irrenunciables, en un ritmo análogo al de los avances logrados por la sociedad en su conjunto en materia de democratización y cultura ciudadanas. Es inevitable suponer que las agresiones de que han sido víctimas diversos informadores tienen por objetivo acotar y, de ser posible, suprimir tales conquistas. En esta perspectiva, los ataques a los periodistas en el ejercicio de su profesión no sólo vulneran los derechos humanos de éstos, sino que vulneran también el derecho de la sociedad a disponer de información, y resultan, a fin de cuentas, lesivos para las incipientes prácticas democráticas, republicanas y del estado de derecho en cuya construcción está empeñado el país.
No deja de resultar paradójico e incomprensible que en esta peligrosa circunstancia, cuando no pocos trabajadores de los medios han sufrido en carne propia la violencia delictiva y los abusos de autoridad -disfrazados o no de criminalidad ``común''-, diversos canales de difusión masiva parezcan estar empeñados en exacerbar la entendible exasperación de la ciudadanía ante el clima de violencia e impunidad que padecemos, y hagan eco a llamamientos autoritarios que buscan legitimar prácticas intrínsecamente violatorias de los derechos humanos, como la pena de muerte, el toque de queda, las ejecuciones extrajudiciales, los cateos sin orden judicial o las detenciones de aquellos que resultan ``sospechosos'' a ojos de cualquier agente policial. A contrapelo de los ordenamientos constitucionales y legales, por lo menos algunas de esas prácticas están siendo aplicadas por las corporaciones capitalinas de orden público, con el efecto contraproducente de degradar aún más la seguridad urbana, y con resultados por demás dudosos en lo que se refiere al combate efectivo contra la delincuencia.
Esta tarea debe realizarse, sin duda, de manera implacable y rigurosa, pero, al mismo tiempo, dentro de los márgenes de la ley. De otra forma, quienes se manifiestan por políticas autoritarias y de ``mano dura'' -eufemismo recurrente para hacer referencia a la permisividad hacia actos de autoridad violatorios de las garantías individuales-, no sólo sientan las bases para constreñir los márgenes de libertades ciudadanas -empezando por la libertad de prensa y el derecho a la información- empeñosamente conquistados en años recientes por la sociedad y los informadores, sino que erosionan la vigencia de las leyes y contribuyen, así, a ahondar la violencia y la impunidad que padecemos.