Carlos Fuentes
Clinton y Faulkner
París. El novelista norteamericano William Styron nació en Virginia pero vive frente a las costas de Massachusetts, en Marthas Vineyard, una isla ardiente de día y brumosa de noche. Allí, hace un par de veranos, Styron nos reunió a cenar al novelista colombiano Gabriel García Márquez, el diplomático mexicano Bernardo Sepúlveda y a mí con el presidente de Estados Unidos, Bill Clinton.
Tras una hora de conversación política, Clinton dijo, bueno, estoy rodeado de escritores y me gustaría saber cuál es la novela fvorita de cada uno de ustedes. Styron, sureño como Clinton, escogió, como era de esperarse y de celebrarse, el Huckleberry Finn de Mark Twain, la épica-picaresca del río Mississippi, ``el gran padre de las aguas''.
La selección de García Márquez, en cambio, nos sorprendió a todos: El conde de Montecristo de Alejadro Dumas padre. ¿Por qué? Porque es la más grande novela sobre la educación, contestó Gabo. Tú encierras a un joven marinero casi iletrado en una mazmorra del Castillo de If y quince años más tarde sale sabiendo física, matemáticas, altas finanzas, astronomía, tres lenguas muertas y siete vivas.
Yo estuve a punto de decir la verdad --mi novela favorita es el Quijote de Cervantes-- pero me mordí la lengua y dije mi segunda verdad, Absalón Absalón de William Faulkner. Quería llevar a Clinton a su tierra, ese sur de Estados Unidos que la novelista Katherine Anne Porter describe como ``hija dolorosa de una guerra perdida''.
Bill Clinton habló entonces con gran emoción y franqueza de su infancia y juventud en Arkansas. Habló de las tensiones dentro de su familia y fuera de ella, en ese ``sur profundo'' teñido de racismo. Siendo adolescente, nos contó, Clinton solía tomar el camión y viajar hasta Oxford, Mississippi, para visitar la casa de William Faulkner y convencerse a sí mismo que el sur era algo más que discriminación, el Ku Klux Klan, linchamientos e iglesias incendiadas. El sur era también, la patria de William Faulkner. El sur podía, también, producir un gran genio literario.
Clinton citó entonces de memoria algunos pasajes --y no los más sencillos-- de El sonido y la furia. Al día siguiente, Gabo y yo nos cercioramos, en la biblioteca de Styron, de su fidelidad.
Cuando yo era muy joven y empezaba a leer a Faulkner, el autor de Santuario no era considerado en su patria, generalmente, ni como un autor universal o siquiera nacional, sino apenas ``regionalista''. Uno de los más eminentes críticos de la época, Allen Tate, se despachó a Faulkner llamándolo ``un gongorista sureño''. Ser comparado con el más grande poeta español, Luis de Góngora y Argote, seguramente el más grande del siglo XVII juto con su compatriota Quevedo y el inglés John Donne, no me parecía un mérito menor, a pesar de la intención peyorativa de Tate.
Pero Góngora, además, fue el máximo artífice del barroco en poesía y fue esta relación, Góngora-barroco-Faulkner-barroco, lo que me dio a mí la dimensión ``latinoamericana'' de William Faulkner. Después de todo, el barroco, trasladado a las Américas, es la estética del Nuevo Mundo que permite al mundo vencido de los indios y al mundo esclavizado de los negros hacerse presente, disfrazado, bajo las cúpulas de la cristianidad. Gracias al barroco americano, el mestizaje resucita a los dioses muertos y recobra los sueños perdidos.
Por ese mismo camino, es posible recuperar la dimensión trágica de Estados Unidos, no el Norte donde ``nada tiene más éxito que el éxito mismo'', sino ese Sur faulkneriano en el que las fracciones de la derrota nos permiten a los habitantes del Hemisferio entero reconocernos en el rostro del otro.
Las novelas trágicas de William Faulkner nos obligan, reconociendo al otro, a mirarnos en el espejo de la historia y hacerla, también, nuestra. Desde luego, la historia es una cosa y la historia de la novela otra bien distinta. Lo que el viento se llevó de Margaret Mitchell es una novela sobre la guerra de secesión, pero no aporta nada o casi nada a la historia de la novela. Es, además, una novela lineal, sucesiva, tal y como la historia nos es enseñada en la escuela.
Absalón Absalón, de William Faulkner, nos presenta, en cambio, la historia del sur como ésta se presenta en la memoria y en el deseo.
La novela de Margaret Mitchell pasa en el pasado, la novela de William Faulkner pasa en un presente capaz de recibir tanto el pasado como el porvenir. En Faulkner, el presente es el tiempo en que recordamos y el tiempo en que deseamos. El mismo lo dice: ``El presente empezó hace diez mil años y el pasado se inició hace apenas un minuto...''.
Es esta concepción de las mujeres y los hombres como portadores de memoria y deseo en el presente lo que da su inmenso poder humano a las novelas de Faulkner. Como todo gran novelista, éste que hoy celebra sus primeros cien años de haber nacido nos permite comprender que las grandes novelas no se encuentran detrás de nosotros. Están delante de nosotros, nos miran a la cara. Y el próximo lector de William Faulkner será siempre el primer lector de William Faulkner.*
* Palabras pronunciadas en el Senado de la República Francesa con * motivo del homenaje nacional francés a William Faulkner en el * centenario de su nacimiento.