Jordi Soler
Un caso de misoginia espacial

En 1959 un grupo de astronautas fue entrenado por la NASA para que se hiciera cargo de pilotear las primeras intentonas espaciales, que entonces tenían el nombre y el número de serie de Mercury 7. Los exámenes de selección duraban varias semanas y estaban divididos en tres etapas donde se probaba la fuerza, la resistencia y la inteligencia. Randolph W. Lovelace, uno de los directores de la NASA, tenía sus dudas con respecto al proceso de selección. Como la misión era de orden espacial, había que mandar al espacio a los mejores ejemplares de nuestra civilización, que contaran con las características del buen astronauta. Lovelace observó que los mejores elementos no estaban en la Armada, de donde salían habitualmente los astronautas, sino en la aeronáutica civil; también observó un detalle que con el tiempo llevaría las observaciones del doctor a la zona de los tribunales: los mejores pilotos eran mujeres.

John Glenn, uno de los astronautas de del Mercury 7, defendiendo la posición estelar de los de su sexo, declararía meses más tarde que una cosa era pilotar aviones comerciales como lo hacían las mujeres y otra muy distinta hacerse cargo de una misión espacial. Para evitar este tipo de testimonios que de todas formas fueron inevitables, Lovelace decidió examinar a Geraldine Cobb, una mujer de Oklahoma que a los 28 años ya llevaba 16 de volar y más de 10 mil horas en su currículum.

El último número de la revista George, cuyo director JFK (Jr) tiene nombre de película, revela en sus páginas una parte de las pruebas que tenían que aprobar los astronautas. La fase uno consistía de 75 pruebas físicas entre las que destacaban el pedaleo maratónico de una bicicleta estática, la inyección de agua helada en el oído para probar los sistemas de equilibrio del candidato y beberse un vaso jaibolero de líquido radioactivo. Años más tarde Collins, piloto del Apolo XI, quien fue el primer hombre que puso a los dos primeros hombres en la Luna, recompuso la desilusión que le había provocado no poner los pies sobre el banquete lunar, con una historia de bebedor empedernido que, pese a que había superado con éxito la inyección de agua helada en los oídos, lo hacía perder el equilibrio en recepciones de alcurnia y caerse de bruces en un alunizaje forzado sobre el regazo de alguna celebridad. Al asunto de la desilusión se unieron dos teorías para explicar las borracheras del astronauta, el líquido radioactivo le había transtornado el sistema del equilibrio, o la nostalgia por aquella sustancia lo orillaba a traer el vaso jaibolero siempre lleno de jaibol.

Cobb superó las 75 pruebas físicas, repartidas en cinco días agotadores, con excelentes resultados. Lovelace escribió: ``La señorita Cobb necesita menos oxígeno por minuto que la mayoría de los astronautas promedio. Esto quiere decir que, con una tripulación de mujeres, la nave se ahorraría mucho peso en oxígeno''. Este dato era crucial porque entonces cada libra mandada al espacio costaba 35 mil dólares.

Cobb pasó a la fase dos (pruebas psicológicas); que tenía como punto culminante el test de aislamiento, que buscaba determinar cuánto tiempo aguantaba el candidato solo, sin ningún estímulo exterior, sin sufrir alucinaciones. ``Cobb rompió todos los récords en las pruebas psicológicas'', declaró Donald Kilgore, miembro del equipo examinador.

Antes de pasar a la fase tres, Lovelace, buscando la demostración de ese experimento que perdería en los tribunales, decidió aplicarle las pruebas a 25 mujeres con más de mil 500 horas de vuelo y menores de 40 años. A esas alturas la NASA empezaba a cuestionar los experimento de Lovelace, que al no contar con apoyo oficial, pidió fondos a compañías privadas y utilizaba las instalaciones de su clínica en Nuevo México. El grupo de mujeres resultó ser más selecto que el de los hombres del Mercury 7 y Lovelace recurrió con sus exámenes a las autoridades, para pedirles que aplicaran a su grupo la fase tres, las pruebas de pilotaje que requerían de las instalaciones de la NASA. Las candidatas, con miras al examen final que las haría cambiar el capítulo histórico de la conquista del espacio, dejaron trabajo y familia y se concentraron en los preparativos. Unos días más tarde, cada una de las 26 mujeres recibió un telegrama firmado por George Low, director de misiones espaciales de la NASA, donde se comunicaba la suspensión definitiva de la fase tres: ``No sentimos, en este momento, que esto represente alguna ventaja para nuestro programa espacial''.

Después Neil Armstrong, compañero de misión de Collins, se convertiría en el primer hombre en la Luna; probablemente ignoraba que el peor obstáculo de su famosa caminata había sido liquidado, años antes, por un telegrama.

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