Adolfo Sánchez Rebolledo
Un ombudsman, una ciudad
El nombramiento de Luis de la Barreda al frente de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal es un acierto presidencial que aún debe ser ratificado por la Asamblea Legislativa. Es previsible que los diputados confirmen con su voto positivo la permanencia del ombudsman capitalino por otros cuatro años. Hay muy buenas razones para ello. Basta revisar con cuidado los pulcros informes de la comisión para advertir el profesionalismo con que Luis de la Barreda ha llevado adelante su tarea, bajo las circunstancias menos favorables que pueden imaginarse.
Y lo ha hecho con verdadero y contagioso entusiasmo, con la pasión que es imprescindible al emprender una causa difícil, plagada de incomprensiones, saliendo airoso de la prueba. Las cifras que resumen su paso por la comisión revelan con exactitud la magnitud del trabajo realizado por De la Barreda y sus colaboradores pero también los desafíos que tiene por delante el ombudsman, la autoridad y la ciudadanía.
Y, sin embargo, con ser notables los resultados, lo más importante consiste, a mi modo de ver, en la actitud de Luis de la Barreda para forjar aquí y ahora un ombudsman a la altura de esas necesidades, siempre capaz de conseguir la confianza plena de los más amplios sectores de la sociedad civil. Con sencillez pero siempre armado con el rigor del derecho y una visión informada y humanista de su tarea, De la Barreda ha sabido estar cerca de todos aquellos asuntos que por su propia naturaleza dañan de la peor manera la convivencia social.
Y no es poco. El crecimiento exponencial de la inseguridad en la capital trae como resultado un descrédito generalizado de la justicia y sus valores. En ausencia de un clima de respeto al derecho, el bíblico ojo por ojo --que busca corregir errores-- amenaza con hundirnos en el pantano de la impunidad que siempre termina por favorecer al que previamente tiene el sartén por el mango: el policía corrupto y torturador; el hampón poderoso que compra la ley.
Frente a los grandes o pequeños hechos delectivos que agobian a los capitalinos, se tiende así poco a poco una densa cortina de irritada intolerancia que favorece la aparición de los peores engendros de la ilegalidad; los escuadrones de la muerte, los ``vengadores solitarios'', el linchamiento como recurso total en nombre de una actitud desesperada de quienes ya no pueden más, pero también el mensaje brutal de los que buscan acallar las voces del periodismo, los afectos al sistema de complicidades que está en la base de la pirámide delincuencial.
¿Quiénes son los culpables? Para una opinión pública cansada de promesas incumplidas, agraviada por los continuos abusos policiacos, la respuesta es obvia: toda la responsabilidad es atribuible a la autoridad que está en contubernio con la delincuencia. Pero los graves episodios (que siguen sin aclararse) de las últimas semanas comprueban que esta actitud tampoco tiene una base firme. Gracias a la gestión noticiosa de los medios, en cuestión de horas pasamos de la indignación más completa por la acción impune de la policía a la complacencia (manipulada) por la matanza de delincuentes. La opinión pública es arrastrada a seguir unos de esos extremos: por un lado clama contra la siempre condenable impunidad policiaca; por otro aprueba tácitamente las ejecuciones extrajudiciales de los maleantes.
Muchos buenos y cristianos ciudadanos puestos a decidir entre asumir el mandamiento religioso que prohíbe matar y su seguridad potencialmente amenazada, no dudan un segundo en solicitar la pena de muerte en caliente para los infractores. La misma sociedad civil que pide castigos cada vez más severos junto con la reducción de la edad penal para los menores infractores, no puede menos que elevar su queja cuando le toca estar del otro lado de la acera. Puestas en la picota, las comisiones de derechos humanos, se convierten así, por obra y gracia del temor manipulado, en chivos expiatorios y en escudo de la incapacidad policial. No es un tema menor. La actual ofensiva contra la actividad de los derechos humanos es una grave amenaza hacia las libertades públicas que no debe pasarse por alto. En esta circunstancia, bienvenido de nuevo el nombramiento de Luis de la Barreda.