La Jornada sábado 27 de septiembre de 1997

Luis González Souza
Crisis de seguridad

Es la peor de las crisis, y ya está con nosotros. Sin seguridad nada duradero es posible, mucho menos cuando la inseguridad alcanza, como en el México de nuestros días, su máximo despliegue: inseguridad de los individuos y las familias, inseguridad económica y social, inseguridad jurídica e institucional, inseguridad pública, inseguri- dad de y en la nación.

En rigor, esta crisis de seguridad es la desembocadura lógica de las demás crisis: económica, social, política, moral. Aquélla es a éstas lo que la fiebre a las enfermedades. Denota la persistencia de serios problemas, incluida la inseguridad de nuestra balbuceante transición a la democracia. También como la fiebre, la crisis de seguridad aumenta en los momentos decisivos. Sea para anunciar el restablecimiento del paciente o su muerte, en este símil, a causa de remedios dictatoriales que sólo provocan la inseguridad total.

De modo que para sacar a México de la(s) crisis y asegurar su arribo a la democracia primero habría que bajarle su fiebre de inseguridad. Para ello habría que comenzar por (re)conocer el tamaño de esa fiebre y de sus causas últimas. Cosa que, en este espacio, apenas podremos bosquejar.

La inseguridad pública es de la que más se habla en estos días. Y antes que nada se le relaciona con el impresionante crecimiento de la delincuencia. Una buena medición, sobre todo por tratarse de quien se trata, la ofreció el secretario de Gobernación en su reciente comparecencia ante el Senado.

Dijo que en el periodo 1983-1995 los delitos del fuero común aumentaron 115 por ciento y los relacionados con el narcotráfico 370 (La Jornada 26-IX-97). Lo más revelador de esos datos es el periodo al que se refieren, pues curiosamente corresponde al inicio y desarrollo del neoliberalismo en México.

Ello significa que entre las causas profundas del incremento delincuencial sobresale una estrategia de crecimiento (no desarrollo) que, aparte de equilibrios macroeconómicos y similares, sólo ha logrado extender el desempleo, la pobreza, el hambre y la desesperación. Todo lo cual aparece en el centro de la inseguridad social y, por lo menos a un lado, de la inseguridad individual y familiar. ¿Cuántas familias se desintegran hoy y cuántos individuos inclusive se suicidan por razones ligadas con el empobrecimiento o la cancelación de expectativas?

Desde luego, la delincuencia no agota el tema de la inseguridad pública. Muy cerca aparece la inseguridad institucional. La cual se nutre de la corrupción, ineficiencia, complicidades y, para colmo, la impunidad de los cuerpos policiacos y judiciales. En vez de hacer su tarea, éstos suelen engrosar las filas de la delincuencia. Y cuando deciden cumplir su responsabilidad, muchas veces lo hacen de una manera tan torpe que sólo añaden el peligroso género de la inseguridad jurídica.

¿De cuánta seguridad gozamos hoy los mexicanos si en cualquier momento podemos ser calificados de sospechosos para enseguida caer en las garras de los modernos operativos, tradicionalmente conocidos como redadas ilegales? ¿Puede hablarse de un Estado de derecho allí donde las propias autoridades transgreden las leyes? Y acaso lo peor, ¿puede pensarse en una nación viable si carece de un efectivo Estado de derecho?

Esto último nos lleva al vital asunto de la inseguridad nacional. Por sí sola, la penetración del narcotráfico en prácticamente todas las instituciones del país ya constituye un grave problema de seguridad nacional. Y no sólo por su evidente efecto corrosivo y corruptor. También y más, aunque se pierda de vista, porque se alienta el intervencionismo de Estados Unidos so pretexto de la lucha antidrogas. Qué decir de ese problema cuando le agregamos las inseguridades antes señaladas.

Lo que tendríamos que decir, honestamente, es que la crisis de seguridad ya alcanza el límite de lo intolerable. Ya llega al punto de convertir en obligadas preguntas por demás punzantes: ¿Acaso se busca la pérdida total de confianza en la viabilidad de México como una nación independiente y en la capacidad de sus ciudadanos para lograr una vida tan digna como democrática?

¿Quiénes y por qué preparan la llegada de otro Quetzalcóatl, ahora vestido de barras y estrellas?

La irracional forma en que las autoridades mexicanas encaran la crisis de seguridad da plena validez a esas preguntas. Es una forma equivalente a la cura de una jaqueca, cortando la cabeza. En el mejor de los casos, encuadra perfectamente con la gastada fórmula de apagar los incendios con gasolina.

¿Qué se hace para eliminar los estragos de la economía neoliberal? Profundizar el neoliberalismo. ¿Qué se hace para subsanar la pérdida de confianza en las instituciones, estrechamente ligada con la inseguridad jurídica? Tolerar, por no decir promover, una campaña de desprestigio contra las organizaciones dedicadas a defender los derechos humanos. Campaña que incluye la predisposición de la ciudadanía para que acepten e inclusive aplaudan salvajismos como la pena de muerte, las ejecuciones extrajudiciales, los linchamientos, la aplicación de castigos por cuenta propia, la erección de todos en jueces contra todos, las consabidas redadas vestidas de operativos, el avance de la militarización.

Ya sólo falta que se instaure ese signo inconfundible de las dictaduras que es el toque de queda. Y ya comenzó a hablarse de éste. ¿Qué se hace, pues, para atajar a los saboteadores de la incipiente democracia alumbrada por las elecciones del 6 de julio? Poco, muy poco... si acaso algo.

México puede y debe recobrar la seguridad en sí mismo. Enseguida pueden y deben erradicarse los males que han producido esta aguda fiebre de inseguridad galopante y de mil cabezas. Por fortuna ya comenzamos a palpar la democracia, que es la mejor medicina conocida hasta ahora. Pero aún falta lo principal: convertirla en una democracia sólida antes de que la crisis de seguridad provoque su aborto.