Hermann Bellinghausen
La llamada

Eran los años de las conversaciones interminables en aquel departamento de la mamá de Bertín, oyendo incansablemente a Davoy Brown, con el ánimo pardo, hartándonos de tortas y café recalentado, metidos de cabeza en la revolución. ¿Cuál? Pues todas. En ese entonces las revoluciones era un sola, se supone, suponía.

En el cuarto había un póster de Morrison, y otro del Che Guevara, desde luego. Don't worry about the morning/ Because the morning might never come/ Don't worry about the future/ Just stay while the night is young.

El tornamesa era un templo. Tosco, gris, la aguja de diamante había dejado los últimos ahorros de Bertín en el Stereo Sound de Mariano Escobedo. Raw Siena carraspeaba porque la anterior aguja se puso chata y la siguió usando, y sí, le alcanzó a raspar los elepés más compulsivos.

El escritorio y un caos de anaqueles estaban llenos de libros llenos de respuestas. Bloch, Marcuse, Bretón, Gramsci, y por una fijación edípica de Bertín, el Kaddish de Ginsberg (que un vecino del Aguayo acababa de traducir), participaban de viva voz en las divagaciones. Más lo que Alure sacara de su impredecible morral de lana.

Todos estaban en su primer algo. El Aguayo juntaba lana para su primer cortometraje, una ficción jaladísima. Bertín iba a la mitad de la primera novela (entonces tenía más mérito porque no había tanta gente como ahora escribiendo novelas). Alure comenzaba la primera carrera universitaria, y Constancia venía de su primer viaje en ácido.

Entre la adolescencia y esta primera adultez, ella anduvo con los tres. Por separado. Para Alure, el último, había sido la primera mujer de verdad. y para los otros dos casi, aunque alardeaban que desde la secundaria y quién sabe cuánto. Ahora andaba con un director de teatro, un cretino que quería poner su primera obra en flagrante imitación de Jodorowsky y Constancia vestida de huevo en la primera escena.

Pasados los piques por celos, estaban armónicos en aquella ``hermandad de semen'' que decía Bertín, el más macho de los tres, el más crudo. Y el más payaso. El Aguayo y Alure, por motivos distintos, eran pudorosos.

La que no se medía era Constancia, se permitía cualquier comentario.

No sabían, pero temían que no todo sería como imaginaban. Su burbuja de revolución entendía exclusivamente la experiencia chilena; Allende aun no caía ni era pensable siquiera. Los ojitos se les iban con la subversión sicodélica. No experimentaron Cuba ni Tlatelolco, aunque el 2 de octubre no se olvidaba. Su idea de la crítica de las armas era tan remota como los arrozales del río Mekong, y en sus familias poco se hablaba de esas cosas. Para violencia se bastaban con las coreografías western de Ford y Hawks, quienes eran objeto de ese culto muy especial dedicado a los tuertos.

Sonó el teléfono. Ya mero amanecía. Constancia había reinado esa noche. Leyó poemas del Aguayo y un sueño que salía en la novela de Bertín. Alure había arreglado el mundo impecablemente, y el Aguayo se reía de todo pero no burlándose, celebrando las puntadas de sus excelentes amigos, que le parecían las personas más simpáticas del mundo.

-¿A estas horas? -dijo Constancia.

Bertín le bajó a la música. Estaban oyendo a Maggie Bell. Contestó.

-Es para ti -le dijo a Constancia y le pasó auricular y teléfono de disco; ella tuvo que dejar su cigarro en una hoja de lechuga en la charola para desocuparse las manos.

Era Antonia, desde un hotel. En Chilpancingo.

-¡En Chilpancingo! -exclamó Alure.

Que quién estaba, preguntó Antonia. Constancia le dijo quiénes. Que estaba en el otro mundo, feliz, dijo Antonia. Que estaba con Ignacio. Ah, claro, eso explicaba todo. Bertín celebró:

-No aguantaron para llegar a Acapulco.

Les mandaba a todos besos, y aunque era larga distancia se extendió en contarle a Constancia los detalles de la noche. Se ve que hubo de todo. ``Aquí tengo dormido a Ignacio, al lado, pero yo no me podía dormir y pensé llamarte, manita, seguro estabas allí, porque si no, ¿qué iba yo a hacer con esta felicidad?''

El auricular fue pasando de oreja en oreja. A Bertín le tocó una parte de la historia, y al Aguayo otra. Alure oyó de Antonia opiniones exaltadas acerca de Ignacio, tan gentil, pero la que armó la película y conoció los detalles más bonitos fue Constancia.

Colgaron, sintiéndose los cuatro en el colmo de la promiscuidad sentimental, como si la primera vez de Antonia fuera para ellos otra primera vez, porque todo tenía que ver con todo y nada era de verdad o definitivo todavía, sino un entrenamiento irresponsable en el que muchas cosas prohibidas se podían; lo personal es político, y sentían un contento y eso era todo, y se querían mucho y la revolución podía esperar.

Benditos ellos.